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La venta de indulgencias y el origen de la Reforma Protestante

El papel de la venta de indulgencias por parte de la Iglesia católica en el comienzo de la Reforma Protestante


Johann Tetzel y la reforma protestante

Después de las grandes hambrunas del siglo XIII, los devastadores efectos de la peste negra que hizo su aparición a mediados del XIV, el surgimiento de nuevas sectas que desafiaban el poder de la Iglesia como los flagelantes —que conocimos en la clase anterior— y los dolores de cabeza derivados de la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, la Iglesia católica estaba a punto de recibir uno de sus mayores golpes: la Reforma Protestante.


Desde mediados del siglo XV y con enorme intensidad a lo largo del siglo XVI, una colosal crisis comenzó a fraguarse en el seno mismo de la Iglesia católica causada por un conjunto de graves acusaciones de corrupción, prácticas abusivas y falta de piedad religiosa, que hicieron que importantes regiones del norte de Europa: parte del Sacro Imperio Romano Germánico, Alemania del Norte, Escandinavia, Suiza, Holanda y los Países Bajos, parte de Escocia, Inglaterra y parte de Francia, abandonaran el catolicismo. ¿Pero cuál fue el origen del problema? ¿Qué hizo la Iglesia católica para perder su poder sobre la mitad de Europa?



Tres factores fundamentales impulsaron la reforma:


  • la acumulación exagerada de riquezas,

  • el nepotismo

  • la venta de indulgencias


La combinación de estos tres elementos, unida al debilitamiento de su autoridad causado por los acontecimientos que hemos estudiado en las clases anteriores, erosionó gravemente la confianza de los fieles en la institución eclesiástica romana.



 

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ACUMULACIÓN DE RIQUEZAS


La acumulación de riquezas por parte de la Iglesia Católica fue uno de los factores clave que motivaron las críticas y el surgimiento de la Reforma protestante. Este proceso fue motivado por la mala imagen que ofrecía el estilo de vida opulento de algunos altos clérigos.


Obispos y papas vestían habitualmente con sedas, hilos de oro y tiaras de piedras preciosas. Su estilo de vida extravagante incluía festines opulentos, enormes derroches en orfebrería, escultura, pintura y magníficas construcciones arquitectónicas como tumbas monumentales, capillas, palacios y villas de recreo. Lujos típicos de los renacentistas más ricos de la época que, si bien nos han legado un enorme patrimonio artístico de la máxima belleza y sofisticación, en su momento resultaron verdaderamente escandalosos ya que contrastaban con las enseñanzas de Cristo sobre la pobreza y la humildad. Así, durante el Renacimiento no solo los grandes banqueros y comerciantes impulsaron la creación artística, sino que con ellos rivalizaron al mismo nivel, por los mejores talentos y los más refinados materiales, algunos de los miembros más ilustres de la jerarquía eclesiástica.

VÍDEO Solo los mármoles de los suelos del Vaticano, decorados al estilo de los antiguos palacios imperiales romanos, costaron una verdadera fortuna. El mármol blanco puro que cubre gran parte de las superficies provenía de las canteras cercanas, de Carrara en la Toscana. En cambio, el mármol pavonazzetto, blanco con vetas púrpura, grises y negras, procedía de mucho más lejos, de Asia Menor, de la actual Turquía. El precioso mármol de color verde oscuro con vetas blancas debía ser traído en barcos de la región griega de Tesalia, o de la isla de Eubea, mientras que el fulgurante amarillo dorado del norte de África, de la región de Numidia. El pórfido rojo, uno de los más espectaculares y codiciados, venía de Egipto de las canteras de Gebel Dokhan en el desierto oriental. Para que pudiera llegar a la Basílica de San Pedro, primero tenía que ser extraído manualmente y después transportado por tierra con animales de tiro hasta el Nilo, desde allí remontaba el río en barcos fluviales de vela hasta Alejandría en cuyo puerto se cargaba en los enormes barcos mercantes que recorrían el Mediterráneo hasta el puerto romano de Ostia. Los enormes bloques se transportaban después en barcazas por el Tíber hasta las cercanías de Roma y finalmente, eran llevados en carros de bueyes hasta el lugar donde serían procesados para transformarlos, finalmente, en parte de la decoración de San Pedro, que asombraría al mundo. Un sinnúmero de horas y esfuerzo humano. Estos gustos refinados y este derroche al alza comenzaron, ya desde el siglo XIV, a ser duramente criticados por diversos autores que veían en estas prácticas una profunda corrupción del mensaje cristiano original. Muchos miembros de la iglesia se sentían profundamente traicionados al ver cómo los impuestos eclesiásticos como el diezmo, obligatorio para los campesinos que luchaban por sobrevivir, se gastaban en obras de arte, en vez de en obras de caridad. La población comenzó así a resentirse al contemplar cómo la Iglesia que se suponía debía representar los valores de Cristo, se dedicaba a vivir en un lujo extremo mientras predicaba al resto la humildad. —— John Wycliffe, un precursor de la Reforma en Inglaterra, condenó a finales del siglo XIV la riqueza y corrupción del clero en varias de sus obras. Entre ellas destaca el "De Civili Dominio" (1376) donde Wycliffe defiende que la Iglesia debería despojarse de los bienes materiales y regresar a una vida de pobreza evangélica. En una de sus citas más contundentes, señala: "El sacerdocio no debe estar cargado de riquezas, sino de virtudes; la pobreza, no la posesión, es la marca de la verdadera Iglesia de Cristo." Girolamo Savonarola, el célebre predicador italiano, criticó también ferozmente la corrupción y la riqueza de la Iglesia en sus sermones y escritos de finales del siglo XV. Aunque fue condenado a muerte precisamente por estas críticas, su mensaje inspiró a reformadores posteriores. En la cuarta parte de su obra "La simplicidad de la vida cristiana", que lleva por título "La renuncia a lo superfluo en favor de los hombres", nos dice:



"DIFÍCILMENTE ENTRARÁN EN EL REINO DE LOS CIELOS LOS QUE DESEAN LA RIQUEZA


(…) Pues bien, quienes han planeado alcanzar riquezas: o bien han puesto su fin último en el Creador, o bien lo han puesto en las criaturas, ya sea acumulando posesiones, ya sea engordando la soberbia, o ya sea disfrutando de los placeres carnales que están a su alcance. En el segundo caso, es imposible que entren en el Reino de los Cielos si antes no han hecho penitencia por haber preferido las criaturas al Creador. En el primer caso, cuando el fin último está puesto en Dios, puede entenderse de tres maneras. La primera, cuando se quiere rendir homenaje a Dios, es decir, cuando se utiliza el dinero para construir lugares sagrados para honrarlo y glorificarlo. La segunda, por cuidado de uno mismo, esto es, cuando, por devoción a Dios, se busca una seguridad económica que permita servir a Dios con mayor tranquilidad (...) La tercera, respecto al prójimo, cuando se considera la riqueza como un instrumento de caridad hacia otras personas, para aliviar su necesidad. O, dicho de otro modo, cuando se da limosna a los pobres. Y, sin embargo, debe uno estar siempre atento, no sea que estos que dicen acumular riquezas argumentando las razones anteriores, se estén engañando a sí mismos por instigación del diablo, transfigurado en ángel de luz, para sentirse así justificados ante su acumulación de posesiones, pensando —erróneamente— que con tales razonamientos entrarán fácilmente en el Cielo. (…) Los

que aspiran a amasar una gran riqueza —aunque lo consigan honestamente, lo cual es muy difícil— solo lo logran con un gran esfuerzo. Porque uno se hace rico siempre o casi siempre en detrimento de otras personas. Y, además, la experiencia nos enseña que nadie puede lograrlo sin dispersarse en muchos objetivos, con cuidados y preocupaciones muy grandes. Un ejemplo muy llamativo de ello son esos clérigos y religiosos que, con la excusa de honrar a Dios y procurar fondos para el embellecimiento de las iglesias, van de casa en casa, recorriendo la ciudad, descuidando el compromiso con la oración. En efecto, es contradictorio pretender ocuparse simultánea y fructíferamente de las cosas superiores e inferiores. Por ello, aquellos que buscan enriquecerse han de desentenderse —de mente y corazón— de los bienes espirituales y de la oración perseverante. Pero, después de todo, ¿es realmente necesario perder más tiempo en demostrar esta verdad, cuando la experiencia cotidiana la confirma? A este respecto, dirigiéndose a los fieles de todos los tiempos, el apóstol Pablo dice lo siguiente: «Nada hemos traído al mundo y, ciertamente, nada podemos llevarnos de él. Así que, cuando tengamos lo suficiente para comer y vestirnos, contentémonos con eso. Los que quieren enriquecerse, caen en la tentación, en las trampas del diablo, en muchos deseos insensatos y ficticios que arrastran a los hombres a la muerte espiritual y la perdición del alma. Porque la raíz de todos los males es el apego al dinero; y algunos que han buscado tenerlo se han alejado de la fe, infligiéndose numerosos tormentos. Pero tú, hombre de Dios, huye de estas cosas y busca la justicia, la piedad, la fe, la caridad, la fortaleza y la mansedumbre.» Girolamo Savonarola, La simplicidad de la vida cristiana Como os decía hace un momento, por afirmaciones como estas, el papa Alejandro VI, Rodrigo Borgia, lo acusó de herejía y el 23 de mayo de 1498 fue ahorcado y después quemado en la Piazza della Signoria de Florencia.





EL NEPOTISMO

En segundo lugar, hemos mencionado el nepotismo. La práctica del nepotismo en el seno de la Iglesia fue un problema prominente durante el Renacimiento, especialmente en los siglos XV y XVI. Y no se trataba solo de pequeñas corruptelas, escondidas en alguna ermita lejana sino que, ante los ojos del mundo, varios papas renacentistas utilizaron sus posiciones de poder para favorecer abiertamente a sus familiares, otorgándoles cargos eclesiásticos, territorios y privilegios.


El papa Sixto IV (1471–1484) el promotor de las magníficas pinturas de Miguel Ángel de la Capilla Sixtina, de ahí su nombre, sixtina, era miembro de la poderosa familia della Rovere y nombró a varios de sus sobrinos cardenales, entre ellos a Giuliano della Rovere que más tarde se convertiría en el Papa Julio II.

Alejandro VI, el Papa Borgia, Rodrigo Borgia, 1492–1503 otorgó igualmente durante su papado títulos y privilegios a sus hijos ilegítimos, como el célebre César Borgia quien fue nombrado cardenal a los 18 años y, posteriormente, Comandante General de los Ejércitos papales. León X, 1513–1521, miembro de la poderosa familia Médici, también usó el nepotismo para promover a familiares en la Iglesia. Entre muchos otros, promocionó a Giulio de Medici, su sobrino, quien más tarde se convertiría en el Papa Clemente VII. La acumulación de escándalos de este tipo y de este rango, pues afectaban directamente al sucesor en el trono de San Pedro, y la presión externa proveniente, sobre todo de la reforma, empujó a la Iglesia católica a tomar medidas, pero estas tardaron en llegar. No fue hasta 1692 cuando el papa Inocencio XII (1691-1700) promulgó la bula Romanum Decet Pontificem, que prohibió a los papas otorgar beneficios y cargos administrativos a más de un pariente cercano. Algo es algo… jejeje. Esta bula marcó un punto de inflexión, aunque, evidentemente, no contentó a todo el mundo porque el nepotismo no desapareció por completo, sino que solo quedó limitado.



VENTA DE INDULGENCIAS



Sin embargo, fue el tercer factor el más determinante para el proceso que llevó a la Reforma Protestante: la venta de indulgencias papales. ¿Pero qué eran estas indulgencias? Todos hemos oído hablar de ellas en algún momento, pero no está del todo claro en qué consistía este comercio del perdón de los pecados ni cómo funcionaba exactamente. Las indulgencias eran un tipo de documentos, unos papeles, expedidos por la Iglesia católica que, en esencia, ofrecían una remisión parcial o total de las penas por los pecados. Es decir, la compra de una indulgencia otorgaba a su propietario la posibilidad de acortar o eliminar completamente el tiempo que tendría que pasar en el purgatorio expiando sus penas, tras la muerte. Como bien sabéis, lo aclaro por si acaso, el catolicismo habla de la existencia de tres estados metafísicos tras la muerte: el infierno, el purgatorio y el cielo. Salvo casos excepcionales, las almas de todas las personas tienen que pasar, según esta religión, por el purgatorio si o si para purificarse, antes de poder ascender al cielo. De esta forma, las indulgencias funcionaban como un pase de tiempo que a uno podía darle un empujoncito parcial o un impulso total hacia el cielo a máxima velocidad. Si bien esta práctica tenía orígenes en el cristianismo temprano, cuando a los creyentes se les animaba a realizar distintos tipos de actos piadosos o dignos de mérito para demostrar su arrepentimiento, a partir del siglo XIV las indulgencias comenzaron a ser vistas como un interesante instrumento financiero para recaudar fondos. ¿Quién no querría, por un módico precio, acortar el tiempo de expiación y llegar más rápido al paraíso? Si bien, en un principio, solo el Papa tenía la autoridad suprema para conceder indulgencias, ya fueran plenas (es decir, la remisión total de las penas) o parciales, durante el Renacimiento, se crearon un conjunto de nuevos cargos específicos que podían ser ostentados por predicadores, nuncios apostólicos y legados, y que permitían que estos también pudieran, en nombre del papa, conceder directamente las indulgencias en las diversas regiones de Europa y así agilizar la recaudación.

Y… ¿cuánto costaba una de estas indulgencias? Si alguno está interesado jejeje, debe saber que técnicamente no había un precio fijo ya que venderlas estaba, en realidad, terminantemente prohibido. Por ello, en vez de “comprarlas” lo que se esperaba es que el creyente las recibiera a cambio de una “donación” para la iglesia.


La suma dependía de dos factores: la amplitud de la indulgencia y la riqueza del fiel. De tal forma que los campesinos más pobres pagaban poco y los nobles y comerciantes adinerados tenían que aportar sumas enormes.

Si bien en cada región tenían valores diferentes, para entendernos, una indulgencia parcial de un pecado pequeñito costaba aproximadamente el salario de un día de un trabajador pobre. Las indulgencias más amplias, que abarcaban el perdón de penas por pecados graves o por el alma de familiares fallecidos, podían costar el salario de varios meses o años para un campesino, mientras que las indulgencias para los más ricos valían auténticas fortunas.

He mencionado el “alma de los familiares fallecidos” y es algo importante porque uno no solo podía comprar indulgencias para sí mismo sino también para los seres queridos ya muertos, lo que evidentemente aumentaba aún más el número de clientes potenciales. De regalo de Navidad uno podía adelantar a la abuela en la fila de ascenso al cielo.



El caso más célebre, el mejor conocido y uno de los más escandalosos de lo que se convirtió con el tiempo en todo un negocio de compra y venta del perdón y la salvación fue el de Johann Tetzel, cuyo nombre quizá no os sea muy conocido. En el norte de Europa sí es muy famoso.

Johan Tetzel fue un fraile dominico a quien el papa León X nombró comisario general de indulgencias en Alemania. Este fraile se hizo enormemente famoso en la religión debido a los métodos bastante… “llamativos” y persuasivos que usaba para multiplicar sus ventas. Al más puro estilo de los comerciantes de la época, Tetzel usaba todo tipo de tretas, desde rimas pegadizas hasta eslóganes que apelaban al miedo o la esperanza de los fieles. El fraile, además, no hacía esto en algún lugar apartado y privado, sino que celebraba verdaderos espectáculos públicos delante de la iglesia donde proclamaba la oferta de indulgencias de día con gran dramatismo, organizando a veces procesiones y ostentando siempre los símbolos papales para incitar a los creyentes. Para recolectar las donaciones colocaba cofres enormes como esta “caja de indulgencias” conservada hoy en día en el museo de la ciudad de, que fue usada por el propio Tetzel y que da muestra de sus aspiraciones recaudatorias. Entre las frases más famosas de Tetzel, y que más problemas dieron después a la iglesia, estaba esta:

«Tan pronto caiga la moneda a la cajuela, el alma del difunto al cielo vuela.

Un espectáculo que, sin duda, desagradaba profundamente a muchos fieles y a muchos miembros de la Iglesia y que hizo que, precisamente en Alemania, a muy poca distancia de Jüterbog donde celebraba sus espectáculos se encendiera la llama de la reforma. Lo veremos un poco más adelante…



CONSTRUCCIÓN DE LA BASÍLICA DE SAN PEDRO


Si bien la práctica de vender indulgencias era bastante común a comienzos del Renacimiento, hubo un hecho que hizo que la Iglesia llegara ya demasiado lejos y empleara esta estrategia económica de forma exagerada y absolutamente escandalosa. ¿Pero qué fue lo que empujó a la Iglesia a querer vender cada vez más y más indulgencias? No os lo vais a creer. La construcción de la Basílica de San Pedro del Vaticano. Efectivamente, para poder sufragar los enormes gastos de diseño, construcción y decoración, la Iglesia católica se apoyó en la venta de indulgencias. Los materiales de construcción y los servicios de miles de artesanos, artistas, arquitectos e ingenieros de la talla de Bernini, Bramante, Rafael o Miguel Ángel no eran baratos. Como hemos visto, para la decoración se empleó una enorme gama de materiales preciosos como mármoles de alta calidad, maderas exóticas, bronce y oro. Si bien algunos de los elementos que hoy en día vemos en la Basílica fueron reutilizados tras ser arrancados de los antiguos monumentos romanos, muchos otros fueron comprados ex profeso. Un ejemplo de reciclaje es el Baldaquino situado encima del punto exacto en el que se halla la tumba de san Pedro. Con casi 30 metros de altura, esta colosal estructura diseñada por Bernini está hecha de 90 toneladas de bronce adornado con detalles dorados. Las cuatro columnas helicoidales que lo sostienen están inspiradas en las columnas salomónicas del templo de Jerusalén. Decoradas con hojas de laurel y enjambres de abejas, símbolo de la familia Barberini, en un homenaje al papa Urbano VIII, mecenas de la obra, representaron un verdadero escándalo su época debido a que para su construcción se decidió fundir el bronce de las vigas del pronaos del Panteón. Esta decisión sentó muy mal a los romanos y dio origen al dicho satírico: "Quod non fecerunt barbari, fecerunt Barberini" ("Lo que no hicieron los bárbaros, lo hicieron los Barberini”). El bronce, sin embargo, era un material extremadamente caro para el momento y había que ahorrar costes. Era caro pero no tanto como el oro usado profusamente para decorar nichos, esculturas, estucos y objetos litúrgicos. Se emplearon además, cientos de miles de diminutas teselas de pasta vítrea, piedra y oro para crear mosaicos intrincados en los techos, cúpulas y paredes, tan precisos y magistrales, que muchas veces se confunden con pinturas. La Cúpula de San Pedro, diseñada por Miguel Ángel, fue decorada en el interior con mosaicos de colores vibrantes y oro. Los frescos y decoraciones pintadas emplearon, a su vez, pigmentos raros y extremadamente costosos, como el azul ultramarino, hecho con lapislázuli de Afganistán. Algunas capillas y altares de la basílica están adornados con piedras semipreciosas, como ónix, y alabastro y ágatas de diversos colores. El vidrio veneciano de Murano, conocido por su calidad y belleza también se usó en muchos elementos decorativos. Si bien es muy difícil hacer una estimación precisa de los costes, según los historiadores especialistas en esta época, la construcción de la Basílica de San Pedro debió de costar aproximadamente unos 47 millones de ducados de oro. Estas monedas venecianas, adoptadas en muchas regiones de Europa en esos momentos, pesaban alrededor de 3,5 g y estaban hechas de oro puro de 24 quilates, por lo que teniendo en cuenta la inflación y el valor del oro, equivaldrían hoy en día a unos 4.700 millones de euros, unos 5.000 millones de dólares.

Muchos católicos se indignaron profundamente con este derroche de superflua riqueza, sin embargo, entre todos ellos hubo uno que dio un paso más allá de la simple indignación, un paso que vendría a cambiar la historia de Europa. Su nombre fue Martín Lutero. Conoceremos su historia en la siguiente clase.

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