Análisis detenido de una de las obras cumbre de la historia del arte perteneciente al periodo helenístico griego: el Laooconte y exposición del mito en el que se fundamenta la representación
EL LAOOCONTE
Hallado en 1506 en las Termas del emperador Tito en el terreno que antaño ocupó la monstruosa Domus Áurea que Nerón se construyó sobre las cenizas del incendio de Roma, el descubrimiento del conjunto del Laooconte fue presenciado, nada más y nada menos que por Miguel Ángel que instantáneamente la identificó como la obra que Plinio había descrito “como la mejor obra artística de la pintura y de la escultura juntas”.
En su rostro y en el movimiento espiral de su cuerpo se inspiró el genio renacentista para su Moisés y para algunas de las figuras del juicio universal de la Capilla Sixtina.
Estamos ante un original del siglo I antes de nuestra era con una envergadura de 2 metros y 42 centímetros que representa una de las obras maestras del helenismo tardío y pertenece, al igual que la Victoria de Samotracia a la escuela de Rodas. Susautores fueron los escultores Agesandro, Polidoro y Atanadoro.
La figura asfixiada por dos serpientes que se enroscan a su cuerpo representa la impotencia y el dolor sobrehumano con el dramatismo característico de arte helenístico en el que ha desaparecido para siempre el sereno equilibrio de la escultura clásica. Todo el conjunto gravita sobre una fusión de fuerzas centrípetas compiten con las centrifugas generando una composición casi pictórica, como había advertido Plinio.
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Por la presión de los cuerpos de las serpientes, el padre y el hijo más joven son lanzados hacia atrás sobre el altar, siendo mordidos por los monstruos. Uno de los hijos, aterrado, busca con la mirada angustiosa la protección de su padre. El brazo derecho del padre, hoy perdido, estba doblado hacia la cabeza e intenta arrancarse del cuello a la serpiente. Toda la escena es un cuadro de la impotencia humana ante el inefable destino.
No obstante este Laooconte no parece el mismo que el dibujado por Virgilio en el bellísimo texto que acabamos de leer. Al Laooconted de mármol que tenemos delantele dedicó una de sus más famosas obras Johan Joachim Winkelmann, el autor con el que comenzábamos nuestro curso:
“Finalmente, la característica general y principal de las obras maestras griegas es una noble simplicidad y una quieta grandeza, tanto en l posición como en la expresión. Como la profundidad del mar que permanece siempre inmóvil por muy agitada que esté la superficie, la expresión de las figuras griegas, aunque agitadas por las pasiones, muestra siempre un alma grande y sosegada. Esta alma, a pesar de los sufrimientos más atroces, se manifiesta en el rosto del Laooconte, y no sólo en el rostro. El dolor que se expresa en cada músculo y en cada tendón del cuerpo y que sólo con mira el vientre convulsamente contraído, sin prestar atención al rostro, ni a otras partes, casi nos parece que sentimos, este dolor, digno, no se expresa en absoluto con signos de rabia en el rosto o en la actitud. El Laooconte no grita horriblemente como en el canto de Virgilio la forma de la apertura de su boca no lo permite. En todo caso puede salir de ella un suspiro angustioso y oprimido.
El dolor del cuerpo y la grandeza del alma están distribuidos de igual modo por todo el cuerpo y parecen mantenerse en equilibrio. Laooconte sufre. Su sufrimiento nos llega al lama, pero desearíamos poder soportar el dolor como este hombre sublime lo soporta.
VIRGILO, ENEIDA: LAOOCNTE
“Quebrantados por la guerra y contrariados por el destino en tantos años ya pasados, los caudillos de los griegos construyeron, por arte divino de Atenea, un caballo del tamaño de un monte, cuyos costados formaron con tablas de abeto bien ajustadas. Hicieron entonces correr la voz de que aquello era un voto para obtener feliz regreso a sus hogares y consiguieron que así se creyera.
Allí, en el tenebrosos seno de la bestia, se ocultaron con gran sigilo la flor de los guerreros griegos, designados al efecto por la suerte, y en un momento llenaron de gente armada las hondas cavidades y el vientre todo de la gran máquina.
Hay a la vista de Troya una isla, llamada Ténedos, muy afamada y rica en los tiempos en que estaban en pie los reinos de Príamo, y que hoy no es más que una ensenada, fondeadero poco seguro para las naves. Allí avanzaron los griegos con sus naves y se ocultaron, mientras nosotros creíamos que habían levantado el campamento y enderezado el rumbo a Micenas. Con esto, toda Troya empezó a respirar tras su largo luto.
Abriéronse las puertas, para todos fue un placer salir de la ciudad y ver los campamentos dóricos, los lugares ya libres de enemigos y la abandonada playa; aquí acampaba la hueste de los Dólopes; allí tenía sus tiendas el feroz Aquiles; en aquel punto fondeaba la escuadra, por aquel otro solía embestir el ejército.
Unos se maravillan en vista de la funesta ofrenda consagrada a la virginal Atenea, y se pasman de laenorme mole del caballo.
Fue Timetes el primero en aconsejar que se llevase a la ciudad y se colocase en el alcázar, ya fuese traición, ya que así lo tenían dispuesto los hados de Troya; pero Capis, y con él los más avisados, querían o que se arrojase al mar aquella traidora celada, sospechoso regalo de los griegos, o que se le prendiese fuego por debajo, o que se barrenase el vientre del caballo y registrasen sus hondas cavidades.
El inconstante vulgo se divide siempre en encontrados pareceres.
Bajó entonces corriendo del encumbrado alcázar, seguido de gran multitud, el fogoso Laooconte quien desde lejos empezó a gritarles,
"¡Oh miserables ciudadanos! ¿Qué increíble locura es ésta? ¿Pensáis que se han alejado los enemigos y os parece que puede estar exento de fraude regalo alguno de los griegos? ¿Acaso no conocéis a Ulises?
En esa armazón de madera o hay aqueos ocultos, o se ha fabricado en daño de nuestros muros, con objeto de explorar nuestras moradas y dominar desde su altura la ciudad… o algún otro engaño esconde. ¡Troyanos, no creáis en el caballo! ¡Sea de él lo que fuere! ¡Yo temo a los griegos hasta cuando hacen regalos!"
Dicho esto, arrojó con briosa pujanza una gran lanza contra el vientre del caballo, en el cual se hincó retemblando y haciendo resonar con hondo gemido sus sacudidas cavidades.
Si no nos hubiesen sido adversos los deseos de los dioses, si nosotros mismos no nos hubiéramos conjurado en nuestro daño, aquel ejemplo nos habría impelido a acuchillar a los griegos en sus traidora guarida y aún existirías, ¡Oh Troya! y aun estarías en pie, ¡Oh alto alcázar de Príamo!
Llegaron en esto unos pastores troyanos, trayendo maniatado por la espalda, a presencia del Príamo, con gran vocerío, un mancebo desconocido, que se les había presentado de improviso para encubrir aquel engaño y abrir a los griegos las puertas de Troya, fiado en su valor e igualmente dispuesto a valerse de engaños, o a arrostrar una muerte segura. Por todas partes la juventud troyana, con el afán de verle, se precipitó en derredor del preso, insultándole a porfía. (…)
Grandemente compadecidos de sus lágrimas, los troyanos le perdonaron la vida; el mismo Príamo mandó que le quitasen las esposas y los apretados cordeles, y le dirigió estas amistosas palabras:
"Quien quiera que seas, olvídate ya de los griegos, ausentes de aquí para siempre. Serás uno de los nuestros, pero responde la verdad, te ruego, a lo que voy a preguntarte. ¿Con qué objeto construyeron los griegos la enorme mole de ese caballo? ¿Quién lo construyó? ¿A qué lo destinaron? ¿Es un voto religioso, o una máquina de guerra?"
Y Sinón, amaestrado en los engaños y artificios de los griegos, exclamó levantando al cielo las manos, libres ya de sus prisiones:
"¡Oh eternos fuegos y oh númenes inviolables a los que están consagrados! ¡Oh altares y nefandos cuchillos de los que logré sustraerme! ¡Oh ínfulas de los dioses, que ya ceñían mi frente, destinada al sacrificio, sed testigos de la verdad de mis palabras!
Séame lícito romper los sagrados vínculos que me unían a los griegos, séame lícito detestarlos y divulgar sus ocultas tramas; ninguna obligación me liga ya a la patria; mas tú ¡oh Rey! Cúmpleme lo prometido, y tú ¡oh Troya, libertada por mí! créeme si digo verdad pues deseo recompensar tan gran beneficio.
¡Con tales insidias y con el perjurio de Sinón, los troyanos lo creyeron todo, y así fueron vencidos con engaños y fingidas lágrimas aquellos a quienes no pudo domar Aquiles, ni diez años de combates, ni mil bajeles!
Sobrevino en ese momento, de pronto un nuevo y terrible accidente, que acabó de conturbar los desprevenidos ánimos. Laooconte, sacerdote de Neptuno, estaba inmolando en aquel solemne día un corpulento toro en los altares, cuando he aquí que desde la isla de Ténedos se precipitaron al el mar dos serpientes (¡de recordarlo me horrorizo!), y extendiendo por las serenas aguas sus inmensas roscas, se dirigieron juntas a la playa de Troya; sus erguidos pechos y sangrientas crestas sobresalían por encima de las ondas; el resto de su cuerpo se arrastraba por el piélago, encrespando sus inmensos lomos, mientras hacían en el espumoso mar un gran estruendo. Llegadas a tierra, inyectados de sangre y fuego sus encendidos ojos, esgrimían en las silbadoras fauces vibrantes lenguas.
Consternados con aquel espectáculo, echamos a huir; ellas, sin titubear, se lanzan juntas hacia Laooconte. Primero se enroscaron a los cuerpos de sus dos hijos mancebos y devoraron a dentelladas sus miserables miembros. Luego arrebataron al padre, que, armado de una lanza, acudía en su auxilio, y le amarraron con grandes ligaduras, y aunque ceñidas ya con dos vueltas sus escamosas espaldas a la mitad de su cuerpo, y con otras dos a su cuello, todavía sobresalían por encima sus cabezas y sus erguidas cervices.
Laooconte pugnó por desatar con ambas manos aquellos nudos, chorreando sangre y negro veneno las vendas de su frente, y elevó a los astros al mismo tiempo horrendos clamores, semejantes al mugido del toro cuando, herido, huye del ara y sacude del cuello al haber sido asestado con golpe no certero.
Luego los dos dragones se escapan, rastreando con dirección al alto templo y alcázar de la cruenta Tritónide, y se esconden bajo los pies y el redondo escudo de la diosa.
Nuevas zozobras penetraron entonces en los aterrados pechos de los troyanos, y todos se dijeron que Laooconte había merecido su desastre por haber ultrajado la sacra imagen de madera, lanzando contra ella su impía lanza. Todos clamaron también por la necesidad de llevar al templo la imagen del caballo e implorar el favor de la deidad ofendida.
Al punto hicieron una gran brecha en las murallas, abriendo así la ciudad; todos se pusieron mano a la
obra, encajaron bajo los pies del caballo ruedas con que las que se arrastó fácilmente, y le echaron al cuello fuertes maromas; así escaló nuestros muros la fatal máquina, preñada de guerreros.
A su alrededor niños y doncellas iban entonando sagrados cánticos, y recreándose a porfía en tocar la cuerda con su mano.
Alcanzó aquella bestia y penetró amenazadora hasta el centro de la ciudad. ¡Oh patria, oh Ilión, morada de los dioses! ¡Oh murallas de los Dárdanos, ínclitas en la guerra! Cuatro veces se paró la enemiga máquina en el mismo dintel de la puerta, y cuatro veces se oyó resonar en su vientre un crujido de armas.
Avanzamos, no obstante, desatentados y ciegos en nuestro delirio, y colocamos el fatal monstruo en el sagrado alcázar. Entonces también abrió la boca para revelarnos nuestros futuros destinos Casandra, jamás creída de los Troyanos por voluntad de Apolo; y nosotros, infelices, para quienes era aquél el último día, íbamos por la ciudad, ornando con festivas enramadas nuestra desgracia.”
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