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Aristóteles: mundo supralunar

Actualizado: 16 mar 2021

Propiedades y estructura de la región supralunar en la física aristotélica



 

LAS DOS REGIONES DEL COSMOS ARISTOTÉLICO

 


El universo aristotélico, fuera del cual no hay nada en sentido absoluto, está dividido en dos regiones cuya separación está mediada por la esfera de la Luna, límite último del mundo cambiante de los compuestos mixtos.


Por encima de ésta, el cosmos se encuentra formado por una sucesión de esferas contiguas y sucesivas, situadas unas dentro de otras, de manera concéntrica. Insertas en la esfera de mayor tamaño, se encuentran las llamadas estrellas fijas que se mueven de forma sincronizada por la bóveda celeste conformando la miríada de puntos luminosos de las constelaciones. En siete de las esferas inferiores se hallan enganchados los planetas que dibujan trayectorias propias divergentes y que reciben, por ello, el nombre de astros errantes.


 

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Esta configuración estructural determinó la imagen general del universo durante gran parte de la Antigüedad y la Edad Media. Si bien se propusieron visiones alternativas, como la planteada por Ptolomeo en el siglo II, dichas teorías no pretendían definir la forma en la que realmente estaba conformado el universo sino diseñar modelos matemáticos eficaces para predecir las posiciones de los astros con mayor rapidez. Fueron, por tanto, meros modelos hipotéticos que nada pretendían decir acerca de la auténtica configuración del cosmos. Una intención semejante tenía que haber estado acompañada, necesariamente, por una nueva y completa teoría de la materia, el movimiento y el tiempo que no se desarrolló, en Occidente, hasta la llegada de la Modernidad.


En el capítulo séptimo del libro segundo del tratado Acerca del cielo, Aristóteles se ocupa de analizar la composición de los astros que se caraterizan por estar constituidos por el mismo tipo materia que aquella en la que se desplazan: el éter. Dicha sustancia no posee, según Aristóteles, ningún tipo de color o luminosidad específica y tampoco se le puede asignar una temperatura determinada. Pero si ello es así y si los astros están hechos de éter ¿cómo es posible que se distingan del material que los rodea y, al mismo, tiempo conforma?



La explicación ofrecida por el Estagirita es confusa y aparentemente contradictoria porque colisiona con el esquema de estratificación de los elementos defendida en la Físicay en el Acerca del cieloal sostener que los efectos lumínicos y térmicos de los astros se deben a la fricción del aire situado debajo de su trayectoria. No obstante, según lo dicho en los tratados que acabamos de mencionar, el aire no es elemento más ligero sino uno de los intermedios que se sitúa, naturalmente, por debajo del fuego, hecho que impediría que el movimiento impreso por los astros lo afectara directamente generando el efecto de la luz y el calor.



El modo en el que Aristóteles continua la argumentación en torno a este problema permite postular una posible solución y conjeturar la hipótesis de que lo que aparentemente es una inversión de la estructura jerárquica de los elementos es, más bien, una explicación indirecta de la razón por la que el fuego ocupa, de hecho, la región superior del mundo sublunar y no es simplemente un elemento que tiende a moverse hacia ese lugar.



Aristóteles afirma que el movimiento puede producir, por fricción, la inflamación de materiales sólidos como la madera, las piedras y el hierro. Si ello es así, la enorme energía cinética derivada del movimiento de las esferas debe ser capaz de producir también la inflamación del aire contiguo, de tal modo que el fuego generado por su combustión se sitúe, según su propia naturaleza, por encima de la capa de aire frío que hay debajo. De ello se sigue que el calor y la luz, aparentemente emanadas por el Sol y las estrellas tienen en realidad su origen en la capa de fuego que circunda la última región del mundo sublunar.



No obstante, esta explicación se muestra incompleta e incapaz de satisfacer numerosas cuestiones: ¿por qué durante la noche deja de sentirse el calor del fuego? ¿a qué se debe la luz de las estrellas? ¿por qué parecen brillar los planetas? La única explicación posible debería consistir en una definición de los astros como acúmulos concentrados de éter que, debido a su concentración en puntos determinados, adquieren propiedades lumínicas. Sin embargo, no hay en toda la obra de Aristóteles ningún tipo de teoría semejante y, tampoco, herramienta teórica alguna que pudiera servir para explicar el por qué de tales acumulaciones quedando dicha cuestión inconclusa en esta filosofía de la naturaleza.



En lo que respecta al modo en el que se produce el movimiento propio de los astros, Aristóteles plantea cuatro posibilidades: a) que las esferas y los astros de muevan a la vez; b) que ninguno de los dos se mueva; c) que las esferas permanezcan en reposo y los astros se muevan; d) o que las esferas se muevan y los astros sean los que son inmóviles.


La posibilidad de que esferas y astros permanezcan inmóviles es descartada inmediatamente porque, considerando también que la Tierra estática, no se podrían explicar los fenómenos visuales que observamos. Es decir, si todo el cosmos permaneciera en reposo, no habría ninguna posible explicación para los desplazamientos de las errantes y la sucesión estacional de las constelaciones. Sin embargo, podría ocurrir que los astros y las esferas permanecieran inmóviles y que fuese la Tierra la que gira. Esta segunda interpretación es despreciada por Aristóteles en virtud de su teoría de los lugares naturales, según la cual, la Tierra ocupa el centro del universo siendo el punto natural de reposo de todos los graves.



Queda por tanto, sólo la posibilidad de que haya movimiento en los cielos mientras la Tierra permanece completamente estática. Esta teoría implica, a su vez, otras dos opciones. La primera vendría a postular la posibilidad de que los astros y las esferas se muevan de forma independiente unos respecto de otros. De ser así, astros y esferas tendrían que tener la misma velocidad, puesto que las observaciones empíricas del cielo nos muestran cierta simetría. Sin embargo, si las esferas –de diámetros inmensos– deben tener velocidades proporcionales a sus magnitudes, los astros también deberían guardar la misma proporción respecto a su tamaño. No obstante, los astros son infinitamente más pequeños que las esferas de éter, hecho impide comprender –sin más elementos de juicio– cómo logran velocidades tan elevadas y acompasadas con las de las esferas.


Sólo caben, según Aristóteles, dos posibles explicaciones para la sincronía de velocidades: o bien los astros no se muevan por sí mismos sino que están insertos en las esferas que los arrastran comunicándoles su velocidad o, por casualidad, y sin explicación lógica alguna dentro del sistema aristotélico, los astros se mueven tan rápido como las esferas. Sin embargo, tal como hemos visto en el apartado once, las explicaciones de fenómenos naturales regulares que remiten a causas puramente accidentales y azarosas no son aceptables para Aristóteles ya que “[…] en las cosas que son por naturaleza no se da al mismo tiempo el azar, ni en las que se encuentran por todas partes.”


La apelación al puro azar para dar razón de la velocidad de los planetas no es válida, de modo que la única alternativa es la de afirmar que sólo se mueven las esferas mientras que los astros permanecen quietos “[…] sólo así, en efecto, no se deriva nada ilógico: pues es lógico que, entre círculos fijos alrededor del mismo centro, sea mayor la velocidad del círculo mayor (pues al igual que, en los demás casos, el cuerpo mayor se desplaza más rápidamente en su traslación propia, así también ocurre con los cuerpos movidos circularmente; en efecto, entre los segmentos (de circunferencia) delimitados por (líneas trazadas) desde el centro, es mayor el segmento del círculo mayor, de modo que, lógicamente, el círculo mayor girará en un tiempo igual (que el menor), y por eso no ocurrirá que el cielo se desgarre, así como porque se ha demostrado que el todo es continuo.”



Aristóteles añade que los astros no sólo carecen de movimiento propio de traslación sino que tampoco rotan sobre sí mismos. Ejemplo de ello es el caso de la Luna de la cual siempre es visible una cara, hecho que constituye, para el Filósofo, una prueba evidente de que no gira. Los movimientos que creemos ver no son, por tanto, más que meras ilusiones derivadas de las grandes distancias que nos separan de los astros que provocan diversas distorsiones en la visión. “Lo cual es también, probablemente, la causa de que las estrellas fijas parezcan temblar y los planetas, en cambio, no; en efecto, los planetas están cerca, de modo que la vista llega hasta ellos con fuerza; en cambio, al dirigirse hacia las estrellas inmóviles, tiembla a causa de la distancia, pues se dilata en exceso. Su temblor hace que parezca haber un movimiento del astro: pues no hay ninguna diferencia entre que se mueva la vista o lo visto.”



En este punto, es posible advertir las precauciones que Aristóteles toma respecto de las observaciones empíricas de objetos cuyo estudio no puede ser inmediato. La posibilidad de que nuestra percepción se vea alterada por el factor de la distancia hace que, si bien vemos determinados fenómenos en el cielo, las conclusiones derivadas de dichas observaciones no sean tan seguras como las extraídas a partir del análisis de lo que está a la mano. La seguridad del conocimiento perceptivo se debilita a medida que las propias fuerzas del alcance sensorial flaquean. Existen, por tanto, regiones de la realidad que, debido a factores magnitudinales, no pueden ser estudiadas directamente, hecho que obliga a adoptar una cautela epistemológica a la hora de establecer tesis al respecto. Las facultades sensoriales del hombre operan en una escala limitada, fuera de la cual, lo demasiado pequeño, grande o lejano se vuelve inmanejable sensorialmente y pasa a ser objeto de un análisis puramente racional que pierde, por ello, el apoyo de la confirmación perceptiva.



Esta cuestión constituye uno de los problemas más importantes de la física, hecho que se demuestra en que su desarrollo moderno vino acompañado por la fabricación de un vasto número de instrumentos y aparatos dedicados, específicamente, a ampliar los límites de la sensibilidad humana. El telescopio o el microscopio permitieron descubrir, confirmar o refutar numerosas teorías que, hasta entonces, eran meras especulaciones teóricas. En nuestros días, la ciencia sigue manteniendo intacta la misma convicción que se comprueba en la construcción de aparatos cada vez más sofisticados orientados a crear las condiciones experimentales y, fundamentalmente, observacionales necesarias para la confirmación de las teorías físicas matemáticas. En este sentido, la idea de que es necesario ver bien para poder establecer el valor de verdad de nuestras deducciones racionales mantiene una vigencia cuya consideración se remonta al modo aristotélico de entender la física.



Finalmente, el Filósofo establece que la forma de los astros es necesariamente la esférica al igual que la del cosmos en su totalidad y ello porque “para el movimiento sobre sí mismo, la esfera es la más idónea de las figuras (pues es tanto la que puede moverse más deprisa como la que mejor puede mantenerse en el mismo lugar); en cambio, es la menos idónea para el avance: pues es la menos semejante a los seres que se mueven por sí mismos; en efecto, no tiene ninguna parte distinguible ni prominente, como el poliedro, sino que por su figura se diferencia al máximo de los cuerpos aptos para la progresión.”


Fuente: Minecan, Ana Maria C., Fundamentos de física aristotélica, Ediciones Antígona, 2018.

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