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Wittgenstein: la filosofía del Tractatus

Explicación detallada de los supuestos fundamentales de la teoría filosófica defendida por Ludwig Wittgenstein en el Tractatus logico-philosophicus



 

REALISMO DE SENTIDO COMÚN Y

REALISMO METAFÍSICO


 

Comenzaremos nuestro estudio de la posición defendida por Wittgenstein en el Tractatus logico-philosophicus, distinguiendo entre el llamado realismo de sentido común y el realismo metafísico.


El realismo de sentido común es aquella teoría según la cual la verdad de nuestros enunciados no depende de nuestro sistema de conceptos. Para comprender adecuadamente esta tesis, me tomaré la libertad de aclarar la terminología empleada por la filosofía del lenguaje y señalar la diferencia entre cada uno de los términos que entrarán en juego en la explicación del pensamiento de Wittgenstein.



 

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Los tecnicismos fundamentales que nos van a permitir entender el juego lógico que aquí se desarrolla son los siguientes:


- Concepto: Un concepto es un término construido con el fin de clasificar individuos o propiedades comunes a varios individuos. Es decir, los conceptos designan clases o categorías que agrupan de modo abstracto diversas experiencias. En este sentido, dado que se trata de construcciones, los conceptos tienen un origen y una diversidad idiosincrática que depende de cada sociedad, época…etc.



- Enunciado: es una expresión lingüística que designa el hecho de expresar una determinada proposición respecto de la cual se puede predicar verdad o falsedad. Su “equivalente” mental es el pensamiento o juicio, respecto de los cuales también podemos hablar de verdad o falsedad.


En este sentido, el realismo de sentido común comprende que la verdad de nuestros enunciados, es decir, de aquellas expresiones mediante las cuales queremos significar algo respecto de la realidad, no depende de nuestro sistema de conceptos. Lo que determina la validez de los enunciados es su ajuste con el mundo, es decir, si aquello que dicen corresponde con lo que de hecho se da en el mundo. La objetividad del lenguaje, por tanto, no requiere que nuestros conceptos se ajusten al mundo sino que éstos estén dotados de un contenido determinado que, a su vez, está idiosincráticamente determinado por distintos aspectos de nuestra naturaleza.


En cambio, el realismo metafísico es aquella teoría según la cual es necesario un ajuste perfecto entre nuestros conceptos y el mundo para que los enunciados y los pensamientos posean objetividad. Es decir, los conceptos han de estar correctamente construidos, en el sentido de no ser meras construcciones idiosincráticas sino reflejo de verdaderos hechos del mundo.

Imaginemos un sistema alternativo al nuestro de clasificación del mundo en colores.


Nuestra comunidad lingüística, que llamaremos comunidadA enuncia:

“La hierba es verde”

La comunidad poseedora del sistema alternativo, o comunidadB enuncia:

“La hierba es roja”


Al decir que la hierba es verde, la comunidadA quiere señalar que reconoce que la hierba tiene el mismo color que las manzanas no maduras o un color distinto al de la sangre. En cambio, al decir “La hierba es roja” la comunidadB quiere significar que la hierba tiene el mismo color que la sangre. (Supongamos que en los test

discriminatorios se muestra que no estamos ante una diferencia terminológica sino que efectivamente la comunidadB ve la hierba del mismo color que la sangre.)


Si se acepta la idea de que ningún sistema de conceptos tiene privilegio sobre otros, entonces necesariamente debemos aceptar que la comunidadB dice la verdad. Pero no puede ocurrir que la hierba sea verde y roja a la vez. Por tanto, la única forma de solucionar la paradoja es decir que la verdad del enunciado “La hierba es verde” es relativa al sistema de conceptos de la comunidadA mientras que la verdad del enunciado “La hierba es roja” es relativo al sistema de conceptos de la comunidadB. De aquí se seguiría que no existe una verdad absoluta sino que esta es relativa a los diversos sistemas de conceptos.


Sin embargo, esta posición es una falacia ya que el argumento contiene un error que se repite constantemente: Desde sistemas conceptuales distintos se realizan enunciados diferentes e incompatibles y, como son incompatibles, no pueden ser verdaderos a la vez, de tal forma que la única manera de mantener la idea de que el lenguaje es usado de manera correcta consiste en el empleo de una noción disminuida de verdad: una verdad relativa a cada sistema conceptual (relativismo).


No obstante, nuestra propia intuición nos hace ver lo irracional de esta posición. Lo que hace que sea o no verdadero un enunciado no es el concepto, sino la propia hierba que es realmente verde. Es decir, la hierba es verde, era verde antes de que nadie la viera y lo seguirá siendo. Por tanto, resulta evidente que lo que hace que nuestros enunciados sean verdaderos es el mundo.

Sin embargo, ello no obliga a que nuestros predicados y conceptos deban ajustarse al mundo porque, como es el caso del ejemplo, no hay nada como una verdadera teoría de la estructura de los colores de las cosas. La comunidadA puede dividir el espectro de una manera y la comunidadB puede hacerlo de otra, ninguna división es más legítima (recordemos el ejemplo del sistema métrico decimal y el sistema imperial.) Ahora bien, la teoría de la división que se emplee en cada caso es aquello que da contenido a nuestras palabras. Es el contenido – aquello que quieren significar los conceptos- lo

que hace que los enunciados puedan ser declarados como absolutamente verdaderos o falsos.




 

LA CUESTIÓN TRADICIONAL DE LOS UNIVERSALES



 

En los diálogos de Platón aparece una crítica a la forma grosera de empirismo que defendían los sofistas. Según estos pensadores las ideas generales eran obtenidas mediante la experiencia por medio de la observación de semejanzas. Por ejemplo, un sujeto ve un caballo, luego otro, otro, ….etc y sobre la base de tener experiencias de particulares concretos de caballo, ejerce su capacidad de observar las semejanzas entre ellos. Establecidas las semejanzas comunes, se genera una “clase de semejanza” o “concepto” y se le pone un nombre. De esta forma, el mundo es clasificado en conceptos que atienden a las semejanzas entre particulares.


La crítica de Platón consistió en mostrar que esta forma de explicar la generación de las ideas generales comete una falacia lógica sobre la forma de relación de semejanza ya que se propone una semejanza diádica y, por ello, falsa. Es decir, tomado cualquier par de particulares del mundo, es posible constatar la existencia de infinitas relaciones de semejanza entre ellos.

Si nos preguntamos en qué se parecen, por ejemplo, un borrador y un rotulador, hallaremos miles de coincidencias que los hacen semejantes. Platón indicó que el error estaba en el hecho de que la pregunta estaba mal planteada ya que la relación de semejanza no es entre borrador y rotulador sino que lo que se da es una relación entre rotulador, borrador y un criterio de semejanza. En este sentido, la forma de relación de semejanza es siempre triádica porque siempre existe un criterio de semejanza aplicado que determina si esta se da o no el caso. Si no se establece el criterio de semejanza, la relación está mal definida.




 

EL EMPIRISMO CLÁSICO


 

La forma más sofisticada de tratar los universales o ideas generales en el empirismo clásico se la debemos a Hume. Su análisis comienza con una crítica a la afirmación de Locke de que los seres humanos, por abstracción, nos formamos ideas generales. Hume no entendió a qué se refería Locke con “idea general” y planteó la siguiente pregunta: ¿Cuando tengo la idea de un caballo, tengo la idea de un caballo de todos los colores, formas, tamaños, edades…etc?

Según Hume, cuando el sujeto piensa en un caballo concreto tiene en su mente la imagen de ese particular. En cambio, cuando piensa en “los caballos en general” tiene en la mente también una idea pero no una idea de “caballos”, sino también la idea de un caballo concreto con un color, forma, tamaño determinado. Para Hume lo que opera es un mecanismo funcionalista mental según el cual cuando el sujeto usa una imagen concreta para pensar en los caballos en general, tiene a su disposición, almacenadas en su mente, toda una serie de imágenes de caballos que se parecen que pueden ser intercambiadas arbitrariamente unas por otras.

La explicación humeana es otro caso de realismo metafísico ya que en ella no se supone que las distintas imágenes de caballos son semejantes porque el sujeto las agrupa sino que el sujeto las agrupa porque existe una semejanza real entre ellas. Por tanto, la semejanza entre los distintos particulares del mundo es lo que justifica mi agrupación, y no el resultado de mi agrupación.




 

LOS CONCEPTOS MORALES


 

La tentación de emplear una falsa noción debilitada de verdad cuando nos damos cuenta de que estamos ante sistemas de conceptos idiosincráticos es más obvia en el caso de los valores.


Nuestros conceptos de evaluación moral dependen de aspectos irracionales de nuestra naturaleza y, por tanto, no justificados. Es decir, los seres humanos somos de tal forma que resulta inevitable tener reacciones de empatía, por ejemplo, ante el dolor ajeno. Nuestra naturaleza determina nuestros conceptos morales y dichos conceptos dan contenido a nuestros juicios. De tales juicios se sigue que determinadas cosas están absolutamente bien o absolutamente mal, es decir, se abre la posibilidad de hablar de juicios de valor verdaderos o falsos.

Lo importante de este hecho no es si existen mecanismos automáticos de resolución de los conflictos, que no los hay, sino la conexión con la noción de verdad, ya que incluso cuando hay un conflicto moral que no podemos solucionar, no se disminuye en absoluto la noción de verdad.


Es decir, a pesar de la existencia de discrepancias, los interlocutores se reconocen como seres morales capaces de emplear paradigmáticamente bien la noción de “bien moral”, de tal forma que la falta de acuerdo no disminuye la noción de verdad. Si esta se relativizara, si el conflicto irresoluble implicara que no hay una verdad absoluta, entonces no estaríamos ante enunciados sobre valores morales sino sobre preferencias (“Me gusta el chocolate”) y, por tanto, no habría discusión alguna. El hecho mismo de que continúe la discusión implica que ambos interlocutores están reconociendo que existe una verdad, de tal modo que ambos emplean una noción absoluta de verdad en su diálogo.



 

LA CONSECUENCIA LÓGICA Y EL CONTENIDO


 

A continuación, señalaremos algunas claves del pensamiento de Wittgenstein que nos lo mostrarán como un filósofo que se dedicó a tratar algunos de los problemas fundamentales del pensamiento occidental.

La primera cuestión que interesó a Witggenstein puede parecer aparentemente irrelevante. Se trata del problema del rigor de la necesidad lógica. Es decir, la cuestión de en qué consiste la obligación de las consecuencias lógicas. Este problema fue vinculado, por nuestro autor, con la cuestión del contenido del lenguaje y el pensamiento.


Tomemos como ejemplo la siguiente creencia:

“Yo creo que mañana lloverá en Madrid”


Esta creencia puede ser verdadera o falsa. Si efectivamente llueve, será verdadera, si no, falsa. Es, además, un hecho contingente que mi creencia sea verdadera o falsa porque nada está en mi poder para garantizar la verdad de la misma. Sin embargo, el contenido, que llega al futuro, de la creencia sí está en mi poder. Es decir, lo que sí está en mi poder es determinar las condiciones de verdad de mi enunciado (qué hechos determinados harán que mi enunciado sea falso y que hechos harán que sea verdadero). El contenido determina necesariamente, eternamente, irrevocablemente, de una vez por todas sus condiciones de verdad. ¿Cómo es posible tal cosa?


Cabe destacar en este punto que el contenido del pensamiento y del lenguaje es algo distinto a la verdad. La verdad es contingente, no está en nuestro poder garantizarla, pero para que la cuestión de la verdad pueda surgir, debe estar determinado el contenido de lo que pensamos y lo que decimos. ¿Cómo se determina este contenido? ¿Qué es lo que determina ahora que ciertas cosas harán a mi creencia verdadera o falsa?



 

LA TEORÍA DE LAS DESCRIPCIONES DE RUSSELL


 

El problema de la determinación del contenido tuvo su inicio en la historia de la filosofía del lenguaje con la famosa Teoría de las descripciones de Bertrand Russell.


Considerando la siguiente proposición, “El actual rey de Francia es calvo”, Russell se preguntó si ésta tenía o no sentido. Según nuestro autor, la proposición tiene absoluto


sentido, de ahí que el problema sea cómo es posible que adquiera sentido una proposición en la cual la referencia de uno de sus componentes (el actual rey de Francia) es vacía. Según Russell sólo existe una solución consistente en reinterpretar la frase de la siguiente manera:


“Existe un X tal que X es rey ahora de Francia y X es calvo y solo uno”

Según esta reinterpretación podemos decir que la proposición: a) tiene sentido, y b) es falsa. El sentido de la proposición se recupera al evidenciarse que ninguna parte de la oración se refiere a cosas inexistentes, sino que simplemente se dicen cosas falsas.


Los nombres propios, ordinarios, como Francia o Pepe, en el fondo son descripciones, según Russell y Wittgenstein. Dichos nombres, a su vez, tienen una referencia que depende de ciertos hechos, por ejemplo, un determinado discurrir histórico que ha dado lugar al país Francia. Sin embargo, la idea de que la referencia de nuestras palabras depende de hechos externos viola el principio de determinación del contenido ya que hace que el significado sea contingente y no necesario. Es decir, que mis palabras tengan o no significado depende de hechos ajenos a mí y al propio lenguaje. Es por ello que Wittgenstein consideró la necesidad de que existan términos del lenguaje cuya referencia esté garantizada, que no dependa de la incidencia o no de otros hechos, con el fin de garantizar que nuestro lenguaje tenga sentido más allá de lo contingente de los acontecimientos externos.


Estos términos últimos son denominados por Wittgenstein “nombres”. Pero con ello no se refiere a los nombres ordinarios (Francia, Pepe, mi gato) sino nombres que designen directamente un conjunto de cosas llamadas “los objetos simples del mundo”. El lenguaje necesita estar hecho de nombres que designen cosas que sean necesariamente eternas porque, al ser aquello que garantiza el contenido, su existencia no puede ser contingente. Estas cosas son la sustancia del mundo.


En este sentido, el lenguaje, necesita que el mundo tenga sustancia, que haya objetos simples, preexistentes que permitan dotarlo de contenido.

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