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Heródoto y los persas

¿Cuál fue la imagen que los griegos tuvieron del mundo persa? Las Historias de Heródoto representan una de las principales fuentes para su estudio.


La principal fuente griega para el estudio del imperio aqueménida es el historiador Heródoto de Halicarnaso (ca.484-425 a.C.) autor de la célebre compilación de noticias sobre los pueblos antiguos titulada Historias.

En los nueve libros que componen uno de los textos más célebres de la literatura griega clásica, el que es considerado como el padre de la historiografía occidental, se propuso describir las costumbres, historia y geografía habitada de todos los pueblos conocidos por los griegos: etíopes, árabes, libios, indios, escitas, tracios, egipcios, maságetas, carios, lidios y babilónicos Con enorme detalle, Heródoto escribió también acerca de los persas en el libro primero de las Historias, dedicándoles decenas de páginas.

La información contenida en esta obra representa la descripción más antigua y completa que conservamos del imperio aqueménida, a pesar de los graves problemas de objetividad descritos más arriba.



 

Antes de continuar con nuestro estudio del tratamiento ofrecido por Heródoto en sus obras a la cultura persa, si estás interesado en profundizar en la cultura griega y oriental del siglo V a.C. te recomendamos este magnífico curso online en el que podrás explorar las interacciones entre Occidente y Oriente en la Antigüedad:




Puedes ver el curso entero en su web o, directamente, en su Canal de Youtube. A continuación te dejamos el link a la lista de reproducción de todos los capítulos:




Como ejemplo, aquí puedes ver una de sus clases dedicada, precisamente, a la descripción que Heródoto hizo de los persas:





Es interesante notar que Heródoto comienza la descripción de este pueblo hablando de sus dioses. Es decir, de todas las cosas que podría haber elegido, el primer punto de distinción que considera destacar se en-cuentra en el ámbito de las deidades que gobiernan, sostienen, ordenan, explican y justifican el mudo de los hombres y la naturaleza.

Este enfoque que aborda la cosmovisión de una cultura desde arriba, desde aquello que representa la cús-pide espiritual de su sistema de valores, se manifestaba como totalmente inverso al que desarrollaron los primeros filósofos.


La filosofía natural de los presocráticos había elegido comenzar la explicación de la realidad desde abaj, -desde los elementos materiales mínimos comunes a todos los seres- y, a partir de su descripción, acabar concluyendo, en cada caso, la afirmación o el rechazo de la existencia misma de los dioses.

La narración de Heródoto, en cambio, se enmarca en una línea netamente conservadora en este aspecto revelando -a pesar su insistencia en las diferencias-, un carácter semejante en lo que respecta las formas tradicionales en ambas culturas. Tanto los antiguos griegos -ajenos a la filosofía- como los persas del periodo aqueménida se sentían llamados a definir su identidad comenzando por sus dioses y, por ello, éstos debían ser la primera cuestión a tratar.

No obstante, si bien ambos pueblos compartían la creencia en entidades superiores, la semejanza se disipaba ante la evidencia de que tales dioses no sólo no tenían nada en común sino que la existencia de unos descartaba, inevitablemente, la de los otros.



Heródoto y otros grandes historiadores y geógrafos griegos del momento, los comerciantes marinos, así como los filósofos oriundos de las zonas orientales de la Hélade conocían bien la existencia de otras civi-lizaciones, con dioses exóticos y formas de culto extrañas. El ateniense de a pie de comienzos del siglo V a.C. veía, en cambio, todas estas cuestiones con una notable inquietud.

Para un ciudadano griego de la Antigüedad, ape-gado a la vida de su pequeña polis, que apenas tenía constancia de la existencia de otros pueblos más que por leyendas o cuentos de viajeros, que carecía de una noción exacta del tamaño de la tierra o de cuán variadas y diferentes podían ser las lenguas y las creencias de la humanidad, que probablemente sólo se había relacionado con griegos a lo largo de toda su vida y viajado unos pocos kilómetros en torno a su lugar de nacimiento, la simple noticia de lo Oriental significaba una amenaza.


Desde más allá de las montañas -donde penaba en-cadenado Prometeo- y del mar de Poseidón, venían noticias de otras gentes, con otras formas de hablar y de vestir, de reinos prósperos y suntuosos que creían que el mundo había tenido otro origen y que le aguardaba otro final. Hombres poderosos, dueños de esclavos, concu-binas, eunucos y enormes ejércitos que ignoraban la existencia de Zeus y Afrodita, pero codiciaban las riquezas del Mediterráneo.



En el fragmento antes citado, Heródoto muestra su sorpresa ante el hecho de que los persas no sólo no construyeran templos, sino que tachaban de locos a los que sí lo hacían. El término que usa para referirse a la locura es νόσος que significa “demencia, privación del juicio o del uso de la razón”. Es decir, para los persas aquellos pueblos que se relacionaban con sus dioses a través de los templos eran, literalmente, estúpidos porque demostraban no saber en realidad qué son y ni cómo son los dioses.

Para los griegos, en cambio -cuya mitología defen-día la existencia de un panteón antropomorfo de doce divinidades unidas por lazos familiares- el culto a los dioses exigía la obligatoria construcción de edificaciones destinadas a la custodia de sus fastuosas estatuas y tesoros. El culmen del arte griego clásico se expresó, precisamente, en el desarrollo arquitectónico y plástico impulsado por la rivalidad entre las diversas polis que pugnaban por promover una labor artística dedicada, explícitamente, al culto religioso. ¿Qué habría sido de Atenas sin el Partenón?

Los persas, en cambio, veían la construcción de este tipo de representaciones como una absoluta estupidez y la razón de ello nos la indica el propio Heródoto:



Este debate sobre la figura de los dioses y las formas adecuadas de culto -derivado del contacto con las religiones orientales-, implicó el resurgir en Atenas de una cuestión que ya había encontrado eco en el pensamiento presocrático.

Como hemos tenido ocasión de estudiar en el volumen anterior, ninguno de los filósofos arcaicos había dado cabida en sus teorías a los relatos homéricos de la mitología tradicional. Incluso los dos más religiosos, Pitágoras y Parménides, ofrecieron definiciones de la divinidad totalmente incompatibles con el panteón olím-pico. Desde su más temprana infancia, la filosofía adoptó una actitud crítica, incrédula e incluso desafiante respecto a la religión tradicional.

La prueba más clara de esta postura, crítica con la visión antropomorfa de la divinidad, la hallamos en uno de los presocráticos más desco-nocidos de los que apenas conservamos un puñado de fragmentos: Jenófanes de Colofón (ca.580 -475 a.C.).


El contacto cultural, la mezcla de gentes, los prove-chosos frutos de la relación así como sus conflictos se revelan en el siglo V a.C. como uno de los más potentes catalizadores de la evolución del pensamiento racional. La ruptura del aisla-miento etnocéntrico de Grecia favoreció el surgimiento de debates con una importancia invaluable para el futuro de la humanidad.

Debemos observar aquí, además, que el rela-tivismo cultural emergió por primera vez en torno al problema de la divinidad pasando, sólo más tarde, a contagiarse a cuestiones epistemológicas y políticas. Es decir, el debate relativista nació a partir de una primera pregunta por los dioses para extrapolarse después a las cuestiones típicamente sofísticas y socráticas en torno a los problemas de la verdad y la justicia.

Esta secuencia cronológica permite constatar la existencia de dos etapas en la filosofía clásica, tomando como criterio los efectos del relativismo por contacto.

Una primera fase de demolición -una etapa crítica- protagonizada por los sofistas y Sócrates. En ella todo lo que los atenienses tenían por verdadero, por seguro y cierto es puesto en duda desde la filosofía de una manera tan radical y descarnada que termina con la traumática condena a muerte de Sócrates.

En segundo lugar, una etapa de construcción, de re-construcción de los fundamentos del conocimiento en busca de bases sólidas. Platón y Aristóteles se esforzaron por volver a encontrar certeza y seguridad, ideas, conceptos y valores universales pero jamás pudieron deshacerse por completo de la crítica sofística y socrática. Ninguno de los dos se atrevió a cruzar determinados límites. Aunque claramente más dogmáticos de sus maestros, jamás afirmaron estar en posición de la verdad. El relativismo se infiltró en este preciso momento en la historia de la filosofía de forma incurable y actuó, a lo largo de los siglos como medida de control para las ansias de omnisciencia de los filósofos. Todo pensador que elimina el relativismo de su juego de ideas deja de ser filósofo para encaminarse por vías ajenas a la crítica racional.


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