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Darío I: el rey de reyes persa

Análisis de una de las figuras más importantes de la Antiguedad y uno de los monarcas con más influencia sobre la construcción del pensamiento griego clásico.




El segundo momento de mayor esplendor para el imperio aqueménida fue representado por el reinado de Darío I. En el año 521 a.C. llegó al trono de Persia Dāra-yawuš, “aquel que apoya firmemente el bien”, destinado a llevar al imperio a su máxima extensión y gloria.

La rápida expansión territorial llevada a cabo por Ciro II había propiciado la prosperidad para los persas, pero también trajo numerosos problemas internos. A nivel político, se desencadenó una brutal competencia por la obtención de los cargos de poder. Una auténtica constelación de señores de la guerra, de todos los rincones del imperio, comenzó a luchar entre sí para convertirse en sátrapas y consejeros del rey.




La mayor virtud de Darío (549-486 a.C.) fue su habilidad para enfrentar el riesgo de desmembramiento de su reino y volver a reunificar los territorios bajo su mando. Su capacidad para llegar a acuerdos y satisfacer ambiciones le permitió afianzarse en el trono y cohesionar a todos los rivales en torno a su figura real. Tras un periodo de siete años de convulsión, lucha por el trono y estancamiento, Darío puso de nuevo en marcha la maquinaria persa de expansión militar con la esperanza de llegar a superar la imagen legendaria de Ciro.

En su primera campaña, Darío dirigió su mirada hacia Oriente, donde completó la sumisión de Egipto. Esta antigua civilización había sido ya conquistada por su ante-cesor Cambises II, pero de forma deficiente e incompleta ya que los egipcios se rebelaban sin cesar y se mostraban insumisos ante las leyes persas, negándose a pagar impuestos. Darío resolvió acabar con la insumisión y tras una explosiva campaña militar, transformó Egipto en una sumisa satrapía. De las manos de los persas, Egipto pasaría directamente a las de Alejandro Magno, más tarde a las de su general Ptolomeo y la dinastía de sus descendientes, los faraones griegos ptolemaicos -cuya última y famosa reina fue Cleopatra- y, finalmente, a manos de Roma. Tras la conquista de Darío, Egipto no volvería a ser independiente, sino que dependería, hasta su ocaso, de las fuerzas circundantes.


Exactamente igual que lo hiciera Ciro con los dioses de Babilonia, Darío decidió respetar el culto egipcio, atreviéndose, sin embargo, a dar un paso más allá. No se limitó a demostrar reverencia y a ofrecer protección a los antiguos dioses del Nilo, sino que se nombró a sí mismo faraón. Una de las evidencias arqueológicas más bellas de su coronación es la estatua conmemorativa decapitada que hoy en día se expone en el Museo Nacional de Irán.

Con sus 2,46m de altura -superando los 3 metros en su forma original- se trata de un híbrido perfecto entre la caleidoscópica cultura persa y el arte egipcio. Los ropajes de Darío están cincelados al estilo babilónico mientras que el cuerpo del rey presenta una postura rígida con un pie adelantado, imagen que recuerda a la representación egipcia de los faraones.


Los pliegues de la túnica de Darío están cubiertos de escritura cuneiforme que celebra en las tres lenguas principales del imperio -persa, elamita y acadio-, su coro-nación. El faraón dobla su brazo izquierdo sobre el pecho para dejar ver un cinturón en el que lleva una daga ceremonial persa. En el nudo que sujeta la daga puede leerse su nombre inscrito en un cartucho jeroglífico, motivo reservado, en exclusiva, a los reyes de Egipto.

En el pedestal de la estatua hay grabada una gran inscripción jeroglífica que contiene la información más interesante. En la parte frontal, justo a los pies de Darío, encontramos una escena clásica de la iconografía real egipcia conocida como el símbolo sem-tauy. La escena representa al dios Hapi -personificación de las inundaciones del Nilo- uniendo el Alto y el Bajo Egipto. Hapi ata bajo un solo lazo, que simboliza al faraón, las dos tierras.

No obstante, ningún faraón anterior había llegado siquiera a soñar con su enorme reino. En el mismo pedestal hay un recuerdo de que el poder conquistador de Darío iba mucho más allá. A ambos lados encontramos 23 cartuchos grabados que representan los reinos sometidos a Persia. En cada uno de ellos hay a un hombre arrodillado, adorando a Darío, con las características faciales y la ropa de su cultura. Estas imágenes simbólicas están acompañadas por un relevante texto en escritura jeroglífica que se extiende sobre el pedestal y parte del pie de Darío:

“El fuerte rey del Alto Egipto, grande en sus poderes, señor de la fuerza como el Halcón, señor de su propia mano, que conquista los Nueve Arcos los enemigos tradicionales de Egipto, sobresaliente en el consejo, destacado por sus propuestas, señor de la espada curva, cuando penetra entre la muchedumbre del enemigo, tirando al blanco sin que su arco falle nunca, cuya fuerza es como la de Moni, el rey del Alto y Bajo Egipto, señor de los dos países, Darío. ¡Viva por siempre! ¡El excelso, el más grande de los grandes, el jefe de todo! (…) hijo del padre del dios Histaspes, el Aqueménida, que se ha mostrado como rey del Alto y Bajo Egipto en el trono como Ra, el primero de los dioses, para siempre.”

Si bien la estatua fue descubierta en la entrada del palacio de Susa, en el actual Irán, los expertos han demostrado que fue esculpida a miles de kilómetros de ahí, en la antigua ciudad egipcia de Pithom. Esta certeza se basa en raro y excepcional material en el que está labrada: un granito único que sólo puede encontrarse en las canteras de Wadi Hammamat. Tras someter Egipto, Darío lanzó una campaña que expandió las fronteras del imperio hasta el nordeste de la India. Hasta la llegada de Alejandro Magno este sería considerado como uno de los límites extremos del mundo.


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