Te explicamos la teoría aristotélica de los principios estudiada en sus tratados Física, Acerca del cielo y Meteorológicos
Los principios y los contrarios
Aristóteles dedica los seis primeros capítulos del libro I de la Físicaal estudio de los principios de la naturaleza. En este contexto, nuestro filósofo se refiere con el término “principio” específicamente a aquello a partir de lo cual proceden el cambio y el movimiento observables en el mundo físico, es decir, a las reglas últimas que explican la dinámica natural.
Es importante hacer notar que, al hablar de principios, el Estagirita no se refiere en ningún caso a algo que pueda ser entendido como un origen temporal del mundo o como una sustancia determinada de la que éste se haya derivado mediante procesos de transformación.
La evolución de la noción de principio y el peso que en ésta ha tenido la cosmovisión cristiana puede llevar al lector a realizar una identificación automática entre esté término y la idea de origen o comienzo.
Este significado, no obstante, sólo es adecuado en el marco de teorías físicas cosmogónicas, es decir, en el tipo de explicaciones de la naturaleza en las que se presupone la existencia de un momento determinado en el que el cosmos comenzó a existir.
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Los principios aristotélicos, en cambio, no son algo anterior al mundo físico ni tienen una potencia creadora como tales principios sino que representan el orden de la estructura que regula los procesos de una naturaleza que se define como eterna. En la física aristotélica el universo, como totalidad, no ha tenido un origen ni tendrá ningún final sino que es, ha sido y será siempre sin que se pueda señalar un comienzo del tiempo.
Como se mostrará más adelante, la mera pregunta por un origen temporal era ridícula para Aristóteles ya que un breve análisis muestra que cualquier consideración al respecto deja siempre abierta una nueva posible interrogación acerca del origen de dicho origen. Y dado que explicar algo por medio de un regreso al infinito no es, para Aristóteles, explicarlo en absoluto, la conclusión lógica debe ser la de eliminar la noción de inicio del sistema y afirmar la total falta de límites temporales del cosmos.
A diferencia de los milesios, para quienes la naturaleza era el resultado final de una mezcla o separación de uno o varios elementos primarios, Aristóteles concibió el mundo no sólo como sempiterno sino también como estable en lo que hace a su forma y propiedades. El universo no proviene de un estado primigenio diferente al actual y tampoco verá sus estructuras alteradas con el paso del tiempo. Para Aristóteles, el cosmos es un sistema ordenado, autónomo, eterno, ingenerado e indestructible.
Las mismas normas han regido siempre, los mismos elementos y los mismos géneros y especies se han manifestado sin alteración alguna. No cabe, por tanto, la posibilidad de hablar de creación, innovación, alteración nomológica, evolución, entropía o cualquier otro tipo de teoría que postule una configuración de la realidad diferente a la presente.
En el ámbito de la biología, esta convicción rigió hasta la llegada de la obra de Charles Darwin cuyos detractores, profundamente influidos por la visión aristotélica, consideraban imposible hablar de cambios en las especies o de una posible evolución geológica de la Tierra.El mismo razonamiento hacía imposible defender algo parecido a la teoría cosmológica contemporánea de la Gran Explosión –conocida habitualmente como Big Bang– que postula una evolución de la materia a gran escala. Estos modelos, familiares para la visión actual, no tenían cabida en la teoría aristotélica del cosmos, si bien su formulación –en los términos de la época– no era en absoluto ajena al Filósofo.
La postulación de una evolución de las propiedades de la materia estaba ya claramente definida en las teorías físicas de Tales o Anaxímenes.
Sin embargo, llama la atención un breve fragmento del libro II de la Física en el cual, tomando en consideración la teoría de Empédocles respecto a una posible transformación en el tiempo de la morfología de los seres vivos, Aristóteles parece refutar, anacrónicamente, un elemento estructural de la teoría darwiniana, a saber, la selección natural de las mutaciones azarosas: “¿Y qué impide que las partes de la naturaleza lleguen a ser también por necesidad, por ejemplo, que los dientes incisivos lleguen a ser por necesidad afilados y aptos para cortar, y los molares planos y útiles para masticar el alimento, puesto que no surgieron así por un fin, sino que fue una coincidencia?
La misma pregunta se puede hacer también sobre las otras partes en las que parece haber un fin. Así, cuando tales partes resultaron como si hubiesen llegado a ser por un fin, sólo sobrevivieron las que por casualidad estaban convenientemente constituidas, mientras que las que no lo estaban perecieron y continúan pereciendo, como los terneros de rostro humano de que hablaba Empédocles” (Fís.II 8, 198b23-32).
Volviendo a las consideración en torno al número de principios, Aristóteles considera que este problema sólo admite dos soluciones: que exista un único principio o que existan varios, siendo estos finitos o infinitos.
Nuestro autor opta por la defensa de una multiplicidad finita, conclusión a la que llega tras la refutación de dos tipos de teorías: las defensoras de la existencia de un único principio, representadas por el pensamiento de los eléatas Meliso y Parménides, y aquellas que afirmaban la existencia de un número infinito de principios, ejemplificadas por la filosofía de Anaxágoras. (Fís.I 2, 184b15).
La primera opción alcanzó gran aceptación durante el periodo medieval momento en el cual se formalizó la identificación de dicho principio con la divinidad cristiana. La segunda, propia del atomismo materialista encontró acogida en las obras de autores como Nicolás de Cusa, Giordano Bruno o Gassendi.[3]Para Aristóteles, en cambio ambas simbolizaban posiciones extremas e inasumibles para toda pretensión real de hacer física ya que el monismo negaba la naturaleza y el pluralismo, llevado al extremo del infinito, la posibilidad de comprenderla.
Fuente: Minecan, Ana Maria C., Fundamentos de física aristotélica, Antígona, 2018..
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