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Aristóteles: el movimiento

Análisis detallado de la teoría aristotélica del movimiento




 

EL MOVIMIENTO EN LA FILOSOFÍA ARISTOTÉLICA


 


Puede sostenerse, sin temor a caer en error o exageración alguna, que la fascinación por el fenómeno del movimiento constituye el punto central de toda la teoría natural de Aristóteles. El hecho cotidiano de que las cosas cambien, se desplacen, que algunos seres lleguen a la vida, mientras que otros desaparezcan para siempre puede parecernos banal debido a la costumbre que tenemos de presenciar algo que consideramos, instintivamente, lo más habitual y ordinario. Sin embargo, la explicación lógica del movimiento no resulta, en absoluto, tan sencilla como su mera constatación empírica.



 

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El comienzo de la filosofía occidental había sido una feliz glorificación del carácter esencialmente mutable de una naturaleza inquieta. El principal empeño de los milesios se concentró en ofrecer una explicación adecuada del modelo dinámico de lo físico pero, en ningún caso, en demostrar la realidad del cambio mismo. La puesta en duda de la efectiva existencia de transformaciones en la naturaleza y, con ello, de la naturaleza misma, implicaba asumir una pregunta aún más primordial e inquietante: ¿cabe la posibilidad que aquello que vemos y sentimos no sea, en verdad, real?


No existía, en la inocencia de los primeros filósofos, la sospecha de que lo que percibimos pueda ser una inmensa representación ficticia de algo, completamente diferente, que se escapa y oculta a nuestras miradas. Su filosofía fue, por ello, un ejercicio audaz, libre y confiado en el que todavía no había hecho mella la gran dualidad que vendría a dividir, para siempre, la historia del pensamiento occidental.


Sin embargo, la gran conmoción no tardó en aparecer y el nuevo fruto del pensamiento filosófico terminó con la relación pacífica que los pensadores habían mantenido hasta entonces con lo mundano y sensible. El prodigioso pensamiento de Parménides hizo estallar el proyecto de filosofía natural de los primeros filósofos, introduciendo un problema que anidó en el núcleo mismo de la facultad racional humana. Fue este el preciso momento en el que los sentidos y la razón se separaron para iniciar un enfrentamiento por la primacía epistemológica del acceso a la verdad que llega hasta nuestros días.


Parménides evidenció, en un texto compuesto paradójicamente bajo la forma de un poema, la imposibilidad de explicar el cambio desde una perspectiva puramente lógica.[1]Partiendo de la idea inapelable de que no hay paso del ser al no-ser ni viceversa, rechazó la posición de los milesios según la cual de una sustancia o materia originaria, dotada de un conjunto de características determinadas, habían surgido seres cuya definición no coincide, en absoluto, con la de la materia de la que se han formado sino que presentan propiedades distintas e incluso contrarias a las de la sustancia original.


El proceso de transformación dinámica de la realidad postularía así un salto injustificado e imposible del ser al no-ser: la sustancia originaria se convierte en aquello que no es, y lo que ahora es surge de aquello que no era, violando la prohibición lógica impuesta por el principio de no contradicción. De la misma forma, todo movimiento, sea éste un cambio cualitativo o cuantitativo, implicaría una transformación ilógica de una propiedad A en otra B, en un proceso en el que, en un momento dado, la propiedad que está cambiando todavía no cumple completamente la definición de B pero tampoco ha dejado de ser del todo A. Por ejemplo, si un cuerpo está cambiando su color de rojo a negro, en el proceso del cambio, debería haber un momento intermedio en el que su color no es ya rojo ni todavía negro sino algo indefinible e inexplicable desde el punto de vista lógico: no rojo y no negro al mismo tiempo.


Para evitar este absurdo, Parménides reformuló la propia concepción de la realidad bajo las premisas de la obligatoriedad lógica, convirtiéndola en un objeto inalcanzable por una ciencia como la física. El ser, –la totalidad de lo existente– pasó a ser definido como una unidad autoidéntica, indivisible, continua, homogénea y esférica, carente de distinciones o partes separables, ingenerado, imperecedero e inmóvil.


Pero si el mundo se reduce a una unidad estática ¿dónde queda el movimiento? ¿qué son y a qué se refieren las percepciones que sentimos y que nos informan de la existencia de transformaciones en un mundo cambiante? Falsa apariencia, según Parménides, ilusión sin fundamento de la cual se deriva el mal uso del lenguaje propio de los ignorantes: “[…] serán nombres todo cuanto los mortales convinieron, creídos de que se trata de verdades: llegar a ser y perecer, ser y o ser, cambiar de lugar y variar de color resplandeciente.” (D-K28 B 8)

De esta caracterización de la realidad se sigue la absoluta negación de la pluralidad de los entes, del movimiento y de los cambios que constituyen la esencia misma de la naturaleza aristotélica. No existen, según Parménides, ni la generación ni la destrucción, ni tampoco los cambios en las cualidades que se dan en las sustancias. No hay procesos dinámicos que animen la naturaleza sino sólo “una bola bien redonda” (D-K28 B 8) de ser inmutable.

Esta propuesta, surgida del puro análisis formal, tuvo dos consecuencias capitales para el estatuto de la ciencia física. La primera se refiere a la capacidad cognoscitiva del hombre y viene a señalar que nuestros sentidos no son suficientes ni fiables para conocer el mundo.



La observación empírica no nos informa de la verdad acerca del universo sino que nos pierde por la vía de las apariencias. El camino que los milesios habían abierto para conocer lo sensible queda cerrado y condenado a la desconfianza. La segunda, de un calado mucho más profundo, sostiene que la realidad que nuestros sentidos creen percibir no existe. No hay un mundo material caracterizado por el movimiento de una pluralidad de entes que nacen y se corrompen en un espacio medido por el tiempo, sino un único ser inmutable.

Esta radicalización racionalista arraigó en la filosofía de Platón de un modo más diluido pero igualmente problemático para el estudio de lo natural.


Tal como se muestra en el Timeo, el estudio de lo cambiante y perecedero, es decir, del mundo sensible al que acceden nuestros sentidos, sólo puede dar lugar a un conocimiento verosímil. En las primeras páginas del diálogo Platón recuerda que no puede haber verdadera ciencia de la naturaleza, mostrando cómo el más sabio entre los interlocutores en materia de cosmología desconfía de sus propias fuerzas cognoscitivas y se encomienda a los dioses para solicitar su favor antes de atreverse a exponer su opinión: “TIM.- Pero, Sócrates, cualquiera que sea un poco prudente invoca a un dios antes de emprender una tarea o un asunto grande o pequeño.


También nosotros, que vamos a hacer un discurso acerca del universo, cómo nació y si es o no generado, si no desvariamos completamente, debemos invocar a los dioses y diosas y pedirles que nuestra exposición sea adecuada, en primer lugar a ellos y, en segundo, a nosotros. Sirva esto como invocación a los dioses. En cuanto a nosotros, debo rogar para que vosotros podáis entender mi discurso con la mayor facilidad y yo mostrar de la mejor manera lo que pienso acerca de los temas propuestos.” (Tim. 27c-d)

El texto platónico presenta la investigación natural como una actividad mediada por la incognoscibilidad, el socorro divino y un limitado espacio para la razón humana que debe conformarse con hacer meras conjeturas. Esta actitud, claramente influenciada por la visión parmenídea, arraigó en la epistemología platónica en la que todo conocimiento sobre el mundo sensible es parcial e incompleto. La física, por tanto, no puede aspirar a ser una ciencia en sentido estricto debido a la imposibilidad de construir un relato verdadero acerca de los acontecimientos del mundo del cambio y de la corrupción.


El conocimiento sólo puede versar sobre los peldaños más elevados e inteligibles racionalmente de la realidad –el Bien y el resto de las ideas– pero nunca acerca de las los entes individuales y sus sombras. Todo intento de hacer verdadera ciencia de la naturaleza está vedado. El mito es el único camino: “Descubrir al hacedor y padre de este universo es difícil, pero una vez descubierto, comunicárselo a todos es imposible. [...] Entonces, acerca de la imagen y de su modelo hay que hacer la siguiente distinción en la convicción de que los discursos están emparentados con aquellas cosas que explican: los concernientes al orden estable, firme y evidente con ayuda de la inteligencia, son estables e infalibles y no deben carecer de nada de cuanto conviene que posean los discursos irrefutables e invulnerables; los que se refieren a lo que ha sido asemejando a lo inmutable, dado que es una imagen, han de ser verosímiles y proporcionales a los infalibles. [...] Por tanto, Sócrates, si en muchos temas, los dioses y la generación del universo, no llegamos a ser eventualmente capaces de ofrecer un discurso que sea totalmente coherente en todos sus aspectos y exacto, no te admires.


Pero si lo hacemos tan verosímil como cualquier otro, será necesario alegrarse, ya que hemos de tener presente que yo, el que habla, y vosotros, los jueces, tenemos una naturaleza humana, de modo que acerca de esto conviene que aceptemos el relato probable y no busquemos más allá.” (Tim. 28c-29d)



El fragmento muestra la vinculación establecida por Platón entre los discursos y las cosas explicadas por ellos. Según el maestro de Aristóteles el modo de proceder y las pretensiones de cada ciencia están directamente vinculados con el objeto de su estudio. Si la investigación versa sobre lo estable, firme y evidente, su ciencia será infalible, irrefutable e invulnerable. En cambio, si el interés por conocer se dirige hacia objetos caracterizados por la finitud, la corruptibilidad y la inestabilidad, las premisas y enunciados que conformen ese saber serán meramente verosímiles.



Este panorama, en el cual tanto la observación sensorial del mundo como su carácter dinámico habían sido alejados del núcleo de los intereses filosóficos, es el que tuvo que enfrentar Aristóteles a la hora de desarrollar su empeño por lograr una descripción correcta del mundo natural. Cabe insistir en que su recuperación del proyecto milesio no pasó por una demostración lógica de la existencia del movimiento sino por su aceptación a priori. Es decir, la demostración de la existencia misma del movimiento y de la autonomía ontológica de lo natural no constituye, para el Filósofo, una obligación. Las tesis que habían pretendido cuestionarlo son tan absurdas que su refutación implicaría enredarse en un discurso erístico carente de sentido. El realismo epistemológico de Aristóteles se impone por doquier bajo la premisa de la innegable pluralidad dinámica de los seres compuestos.


Fuente: Minecan. Ana Maria C., Fundamentos de física aristotélica, Antígona, 2018

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