Explicación rigurosa de la teoría aristotélica del azar. ¿Qué lugar ocupa en la naturaleza?
EL AZAR EN LA FÍSICA DE ARISTÓTELES
El estudio del cosmos aristotélico exige detenerse en la reflexión que el Estagirita desarrolla en la Física (II, 4-6) acerca de un conjunto de fenómenos que parecen sustraerse a la determinación teleológica que hasta ahora parecía dominar la constitución de la naturaleza.
El análisis de estos casos excepcionales resulta clave puesto que su existencia puede poner en crisis el necesitarismo con el cual se ha caracterizado, en el punto anterior, el sistema físico aristotélico. La presencia de tales fenómenos podría significar, por tanto, la apertura de un espacio no determinado en el cual podrían llegar al ser entidades que no respetan las normas aplicadas por Aristóteles a todo lo natural.
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Además, este ámbito podría ser reclamado como criterio explicativo suficiente de determinados fenómenos que no reciben tratamiento por la teoría física aristotélica. Sin embargo, a pesar del efectivo reconocimiento de un ámbito de indeterminación en el cosmos físico, los problemas del azar y de la accidentalidad se ven fuertemente restringidos por Aristóteles desde diversos puntos de vista.
En primer lugar, es necesario señalar que el análisis de lo indeterminado no ocupa un lugar propio en la Física ni aparece presentado como una de las tareas propias del físico, como sí lo son la cuestión del infinito (Fís.III, 4, 202b30-35) o la del vacío FísIV, 6, 213a11-13). Las referencias al azar se restringen al marco de la crítica que Aristóteles realiza a las teorías mecanicistas de los físicos anteriores y como contraposición de la teoría de las cuatro causas (Fís.II, 4, 195b31-35) –principalmente de la causa final (Fís.II, 2, 194a27)– entendidas, por un lado, como aquello que explica de modo suficiente los elementos determinantes del ser de las cosas de la naturaleza y, por el otro, como el método de conocimiento propio (Fís.II, 3,194b16-19; II, 198a22-23) de la ciencia natural.
La propia definición ontológica de lo azaroso, que se establece negativamente respecto de a la definición de la naturaleza, deja relegado al azar al ámbito de lo no-natural y de lo incognoscible, hecho que lleva directamente a la eliminación de los fenómenos fortuitos del campo de estudio de la física y de las ciencias en general. Los fenómenos azarosos no son naturales, como veremos con más detalle, porque son irregulares, carecen de finalidad y no poseen por sí mismos el principio de su movimiento. Esto imposibilita el alcance epistemológico de su configuración por parte del ser humano ya que, en cada uno de estos fenómenos, pueden concurrir infinitos accidentes.
La imposibilidad de recorrer el infinito unida a la indeterminabilidad de los accidentes da lugar a la incapacidad de prever (Fís.II, 5, 197a 17-21) este tipo de fenómenos extra rationem. En este sentido, refiriéndose a esta incapacidad cognoscitiva (Fís.II, 5, 197a9-10), derivada de las características ontológicas de los fenómenos azarosos y relativa a la posibilidad de conocerlos y explicarlos tanto a priori como a posteriori, Aristóteles habla del azar como de una “causa divina y demoníaca, indeterminada e inescrutable” (Fís.II, 4, 196b6). Dicho esto, es fácil intuir cómo, siendo consideradas por Aristóteles la razón y la explicación causal los únicos métodos válidos para adquirir el conocimiento a través de demostraciones apodícticas, lo azaroso y lo indeterminado quedan relegados al ámbito de lo irracional y lo oculto.
Suerte, casualidad y azar puro
En este marco argumentativo, el filósofo griego comienza su análisis del azar subrayando, en contra de aquellos que niegan absolutamente su existencia, la evidencia, que se da en la observación empírica (Fís.II, 4, 196b2-4), de un cierto conjunto de fenómenos cuyo por qué remite a la causación accidental.
Por definición, aquello que se escapa a indeterminado es lo que ocurre siempre y de la misma manera o en la mayoría de los casos de la misma manera (Fís.II, 5, 198b10-13). Con esta afirmación, Aristóteles acota todo el ámbito de lo natural y lo salva de cualquier pretensión de ser explicado por medio del azar. Las cosas naturales, por su regularidad innata, no pueden ser remitidas a la causación accidental como causa explicativa.
Por tanto, el azar, la suerte y la casualidad –expresiones que Aristóteles emplea para referirse al campo de lo indeterminado– se limitan a ser recursos explicativos aplicables exclusivamente a las cosas que no suceden siempre ni en la mayoría de los casos, es decir, a los fenómenos extraños, no regulares y poco comunes (Met. V 30, 1025a14-21; VI 2, 1026b30-33. (Fís. II 8,199b24-25; II 5, 197a30-31).
En el avance de su estudio, Aristóteles acota el espacio de la indeterminación estableciendo una distinción entre las cosas que tienen un para qué y las que no lo tienen (Fís.II, 5, 198b19-21). Esta separación, fundada en la noción de finalidad, permite establecer una diferenciación entre lo que puede llamarse azar puro y otros dos tipos de indeterminación, –la suerte y la casualidad– que pertenecen al ámbito de las cosas que poseen un fin.
El azar puro queda restringido al conjunto de las cosas carentes de finalidad por contraposición a la ordenación esencialmente finalista de los procesos naturales (Fís.II 8, 199a3-4).
Tal y como Aristóteles señala en los Analíticos Posteriores “nada de lo que es por azar sucede con vistas a algo.” (AnPo. II, 11, 95a 8-9). De ello se sigue, en primer lugar, que no todo lo que ocurre en la naturaleza se hace con vistas a un fin, o como señala Calvo Martínez, que no todos los fenómenos están determinados por una ley que regula su comportamiento.[1]Aquellos que carecen de finalidad –como es el caso del color de los ojos en la especie humana– no representan una ruptura del decurso natural de la naturaleza. No son, por tanto, fenómenos antinaturales sino que se trata de anomias, es decir, de hechos no reglados cuyas causas son indeterminadas. En segundo lugar, resulta evidente que tales características hacen que del azar nada se pueda decir, y que, por ello todo fenómeno carente de finalidad y cuya causa sea azarosa no constituya objeto de estudio para la ciencia física.
En este punto, Aristóteles abandona el análisis del azar como tal para examinar detenidamente la causación accidental en el ámbito de las cosas que poseen finalidad, pues sólo donde podemos señalar fines se abre un cierto espacio de racionalidad y necesidad en la medida en que en tales casos es posible, al menos, establecer que la indeterminación actúa como fallo en la consecución del fin. Este segundo tipo de fenómenos, frente a los puramente azarosos, constituyen ejemplos de anomalías. En ellos se viola la ordenación natural hacia el fin de la cosa por la acción de una causa indeterminada.
Entre las cosas que suceden para algo Aristóteles distingue entre las que suceden por elección y las que no. Con esta nueva demarcación, el Estagirita separa, por un lado, al conjunto de fenómenos surgidos de la acción humana y, por el otro, al conjunto derivado de la acción de la naturaleza. En el caso de los fenómenos que pueden producirse por elección, la indeterminación o causación accidental recibe el nombre de suerte. Este tipo de causación accidental directamente vinculada con la facultad humana del pensamiento –pues sin pensamiento no hay elección (Fís.II 5, 197a6)– se restringe a los productos de los seres capaces de desarrollar actividad racional en la vida (Fís.II 6, 197b2-6). Las cosas inanimadas y los animales, que no tienen capacidad de elegir, son también incapaces de lo fortuito en el sentido de la suerte. Éstos sólo pueden experimentar los efectos de la suerte, es decir, asumir simplemente la posición de pacientes cuando un ser dotado de razón ejerce su actividad sobre ellos y logra algo como resultado de la suerte (Fís.II 6, 197b11-13).
Pero ¿cómo funciona este tipo especial de azar en el caso de la suerte? Según Aristóteles la suerte puede ser señalada como causa en aquellas acciones cuyo resultado no es, de hecho, su fin pero podría haberlo sido. El ejemplo propuesto por el Estagirita para ilustrar este tipo de fenómenos es el de aquella persona que fue a la plaza por cualquier motivo y, casualmente, encontró allí a uno de sus deudores que le devolvió lo debido. Su intención de ir a la plaza no tenía como fin el cobro de ese dinero sino otro distinto, como el de pasear o comprar, pero podría haberlo tenido. Es decir, el acreedor podría haber elegido ir a la plaza para recuperar su deuda, pero como no lo eligió el resultado del cobro no constituye un producto del fin de su acción sino que su causa es fortuita y debida a la suerte (Fís.II 4, 196a1-5).
Dicho esto, nuestro interés por la explicación del mundo físico nos lleva necesariamente a centrarnos en el segundo tipo de fenómenos, a saber, aquellos que no se pueden remitir a la acción humana sino a la acción de la naturaleza. Para explicar estos eventos fortuitos Aristóteles emplea la noción de casualidad que, en sus propias palabras, es una noción más amplia. Todo lo que se debe a la suerte se debe también a la casualidad, pero no todo lo que se debe a la casualidad se debe también a la suerte (Fís.II 6, 198a35). La casualidad puede ser señalada como causa accidental en los casos en los que las cosas que en sentido absoluto llegan a ser para algo lo que les sobreviene no es aquello para lo cual llegan a ser.
Para enfatizar este hecho, Aristóteles sostiene que la noción de casualidad es equivalente a la expresión “en vano” empleada cuando no se logra aquello para lo cual se ha hecho algo. Así, se considera que algo es en vano cuando en lo que está dispuesto por naturaleza para una otra cosa no se cumple aquello para lo cual está naturalmente dispuesto (Fís.II 6, 197b22-27).
En el ámbito de la casualidad, la indeterminación se manifiesta en dos niveles: en tanto que es posible hallarla en los productos del arte, cuyo fin es exterior, y en los productos de la naturaleza, cuyo fin es el despliegue interno de la forma. Como causa externa (Fís.II 6, 197b19), cuando impide la consecución del fin como es el caso en el que se obtiene algo que no se había elegido como fin pero que podría haber sido elegido. Como causa interna (Fís.II 6 197b32-34), cuando, por ejemplo, la imposibilidad de alcanzar el fin propio hace que en la generación se produzcan cosas contrarias a la naturaleza.
En definitiva, la causación accidental afecta a aquello de donde comienza el movimiento (Fís.II 6, 198a1), es decir, es una causa eficiente, interna o externa (Fís.II 3, 195a21) que impide la consecución del fin porque no está orientada hacia el logro de la forma propia de la cosa. En este caso, el fin que resulta alcanzado no es el mismo que la esencia de la cosa que, a su vez, es definida como aquello de lo que primariamente proviene el movimiento, sino que el principio del movimiento que lleva a un fin distinto no ha sido provocado por la causa final –la forma– sino por una causa accidental. Por tanto, las cosas que son producidas accidentalmente no tienen en sí el principio de su producción, al contrario de lo que ocurre con las cosas que son por naturaleza (Fís.II 1, 192b21), sino que unas lo tienen fuera, en otras cosas, y otras lo tienen en sí mismas pero no por sí mismas (Fís.II 1, 192b28-29). Cuando estas causas o principios no naturales actúan hacen que la cosa no sea “por naturaleza” sino “por accidente” y que las propiedades adquiridas por la actuación de una causa indeterminada no sean “conforme a la naturaleza.” (Fís.II 1, 192b35).
Reconocidos estos ámbitos de indeterminación queda por responder a una pregunta capital: ¿es posible sostener que en el cosmos aristotélico pueda ocurrir cualquier cosa al azar? Es decir, ¿admite la física de Aristóteles la posibilidad de que ocurra cualquier fenómeno o que llegue al ser cualquier cosa o más bien debemos hablar de restricciones incluso dentro de este campo de indeterminación? Como mostraré a continuación la respuesta a estos interrogantes es necesariamente negativa debido a la prevalencia de un conjunto de determinaciones inexorables.
La suerte y la casualidad son definidas como causas de cosas que, pudiendo ser causadas por la inteligencia o la naturaleza (Fís.II 5, 197a 22-24), lo han sido accidentalmente por otra cosa. En este sentido, resulta evidente que los productos de la casualidad no son infinitos sino exactamente los mismos que los posibles productos del arte o la naturaleza. La accidentalidad afecta, de manera general, a las causas de las cosas y no a su configuración o comportamiento, es decir, hace referencia a una relación con respecto de lo causado que, en virtud de distintos factores, puede ser en unos casos por sí y en otros por accidente, pero no a lo causado mismo, no al efecto producido. Aristóteles subraya este hecho señalando que nada accidental es anterior a lo que es por sí.
De ello se sigue que la casualidad y la suerte son posteriores a la naturaleza en los casos en los que un fin no es alcanzado en cuanto ello mismo sino en cuanto a otra cosa. Pero si esto se acepta, resulta evidente que este tipo de causas accidentales no pueden dar lugar a cualquier tipo de fenómeno sino que, al concurrir, sus posibles resultados se limitan a lo que igualmente podría ser producto de la naturaleza o el arte. En este sentido, las posibilidades son limitadas porque las potencias que cada cosa tiene, según su naturaleza, son también limitadas.
De ahí que aunque sea una causa indeterminada la que actúe, ésta sólo podrá dar lugar a lo que naturalmente o artificialmente también podría ocurrir. Aristóteles insiste en esta idea limitando también las posibles interacciones entre los cuerpos físicos al señalar que no hay ninguna cosa que, por su propia naturaleza, pueda actuar de cualquier manera sobre cualquier otra al azar o experimentar cualquier efecto de cualquier cosa al azar y que cualquier cosa no puede llegar a ser cualquier cosa (Fís.I 5, 188b4).
Fuente: Minecan, Ana Maria C., Fundamentos de física aristotélica, Ediciones Antígona, 2018.
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