Breve análisis de una de las obras de la Antigüedad con mayor influencia en el desarrollo de la historia política de Occidente
Fuera por puro interés, por un sentimiento real de respeto o por miedo a las maldiciones de Marduk, la habilidad de Ciro de expandir y mantener su control político sobre un descomunal imperio poblado culturas tan diversas, transformó su imagen en el símbolo del gobernante ejemplar.
Su fama y nombre no se diluyeron con el paso del tiempo, sino que pasaron a convertirse en ejemplo de virtud y punto de reflexión, tanto para los griegos contem-poráneos como para las futuras generaciones del pensa-miento occidental, especialmente durante el Renacimiento y la Modernidad.
Quien se encargó de garantizar la supervivencia de la figura de Ciro a través de los siglos fue Jenofonte (431- 554 a.C.) historiador ateniense y autor de algunos de los textos antiguos más importantes sobre la cultura persa. Entre ellos, destaca la obra titulada Ciropedia (Κύρου παιδείαo) o La educación de Ciro.
La razón de tal influencia la hallamos en la lectura de las primeras líneas de la obra en las que Jenofonte expresa una de las grandes preocupaciones de los griegos del momento, a saber: cómo diseñar el gobierno adecuado para que el ser humano pueda hallar -en él y gracias a él-, la felicidad.
“Una vez se me ocurrió reflexionar sobre cuántas democracias han sido derrocadas por quienes preferían regirse por un régimen distinto al democrático, y sobre cuántas monarquías y cuántas oligarquías han sido ya, a su vez, abolidas por el pueblo, y sobre el hecho de que, de cuantos intentaron imponer la tiranía, unos fueron inmediatamente derrocados, y otros (…) son objeto de admiración.
Me pareció haber observado que incluso en las viviendas particulares muchos amos, unos con mayor número de criados y otros con muy pocos, no son capaces de mantener ni siquiera a estos pocos en actitud obediente.
Además, seguí reflexionado sobre el hecho de que podemos llamar gobernantes a los boyeros respeto de sus bueyes y a los yegüeros respecto de sus caballos. Y que todos los que reciben el nombre de pastores podrían ser considerados razonablemente como gobernantes de los animales a cuyo cuidado están. Pues bien, me parece apreciar que todos estos rebaños obedecen de mejor grado a sus pastores que los hombres a sus gobernantes.
En efecto, los rebaños van por donde los pastores los dirigen, pacen en los lugares a los que los conducen y se mantienen alejados de aquellos de los que los apartan. Además, permiten a los pastores hacer el uso que quieran de los productos que se obtienen de ellos y no tenemos noticias todavía de que nunca un rebaño se haya rebelado contra su pastor, ni para desobedecerle ni para impedirle hacer uso de sus productos. (…) Los hombres, en cambio, contra nadie se levantan más que contra aquellos en quienes noten intención de gobernarlos.
Mientras meditaba sobre estos asuntos, iba comprendiendo al respecto, que, al hombre, por su naturaleza, le es más fácil gobernar a todos los seres vivos que a los propios hombres. Pero, cuando caí en la cuenta de que existió el persa Ciro, que consiguió la obediencia de muchísimos hombres, muchísimas ciudades y muchísimos pueblos, a partir de ese momento me vi obligado a cambiar de idea y a considerar que gobernar hombres no es una tarea imposible ni difícil, si se realiza con conocimiento.
Por ejemplo, sabemos que a Ciro le obedecían de buen grado gentes que, unos distaban de él muchos días de camino, otros incluso meses, otros que no lo habían visto nunca y otros que sabían bien que ni siquiera lo verían jamás y, sin embargo, estaban dispuestos a serle sumisos. (…) Ciro, que había recibido en herencia a los pueblos de Asia (…) partiendo con un pequeño ejército de persas se hizo caudillo de los medos y de los hicarnios con el consentimiento de cada uno de ellos; sometió a los sirios, asirios, árabes capadocios, lidios, carios, fenicios y babilonios, gobernó a los bactrios, indios (…) y un elevado número de pueblos cuyos nombres no se podrían decir, y tuvo poder también sobre los griegos de Asia. (…) Además, gobernó sobre todos estos pueblos que no tenían la misma lengua que él ni una lengua común entre ellos; y sin embargo, pudo abarcar tan extenso territorio por el temor que les inspiraba, de suerte que a todos aterró y nadie intentaba nada en su contra, y fue capaz de infundirles tanto deseo de que todos le agradaran, que en todo momento exigían ser gobernados según su criterio, y se anexionó tan-tos pueblos, que es costoso incluso recorrerlos sea cual sea la dirección en la que ese comience a machar desde el palacio real, tanto si es hacia Oriente como hacia Occidente, hacia el Norte como hacia el mediodía.
Considerando que este varón es digno de admiración, me puse a investigar cuál fue su linaje, qué dones naturales tuvo y qué clase de educación recibió para distin-guirse tanto en el gobierno de los hombres. Así que, todo lo que averigüé y todo aquello de lo que parece haberme perca-tado acerca de su persona, intentaré explicarlo ahora.”
En este fragmento, Jenofonte nos descubre uno de los ejes de reflexión del periodo clásico temprano: la política. Su práctica comunitaria condujo a los ciudadanos de Atenas a tenerla por la actividad más importante de todas las que un ser humano podía practicar. Todos los demás quehaceres, negocios y placeres de la vida eran considerados secundarios en la medida en que su éxito, fracaso y existencia dependían de ella. Esta consideración sólo pudo florecer en una sociedad en la que el gobierno no era cuestión de un pequeño grupo sino de todos los ciudadanos libres que podían intervenir en la Asamblea y con ello, influir directamente sobre las posibilidades de su vida futura. Solamente en el marco de una democracia como la ateniense tuvo sentido la reflexión filosófica sobre el mejor modelo político y, junto a ella, la crítica de sus defectos.
El pesimismo inicial de Jenofonte sobre la posibi-lidad de hallar un modelo de gobierno satisfactorio para el ser humano, un modelo que no esté constantemente amenazado con el derrocamiento por parte de sus propios ciudadanos, se disipa cuando recuerda a Ciro, un tirano despótico que había logrado su poder por medio de la conquista armada. A primera vista, nada sugerente para un ateniense que disfrutaba, como ningún otro ser humano de la tierra en esos momentos, de la libertad.
No obstante, a medida que avanza la reflexión, Jenofonte comprende que la excelencia de Ciro no procede de la violencia, sino de una refinada educación que ha sido capaz de dotarle de las más altas virtudes morales. El go-bierno incuestionado de Ciro sobre gran parte del mundo conocido no se debía sólo a su ejército, sino a su excelencia como soberano “piadoso, justo, generoso, respetuoso y templado en sus pasiones.”
“—De otro lado, dijo Ciro, mantengo la opinión de que, para infundir ánimo a los soldados, no hay nada más eficaz que tener capacidad de imprimir esperanza en sus personas.
—Pero, hijo mío, replicó Cambises, eso es como si en una cacería un cazador llamara siempre a los perros con la misma llamada que cuando ve la presa, pues en un primer momento sé bien que puede hacer que le obedezcan con arrojo, pero, si los engaña muchas veces, acaban por no obedecer su llamada ni siquiera cuando vea realmente la presa. Así ocurre también en lo que se refiere a las esperanzas: si alguien miente frecuentemente infundiendo expectativas de bienes, tal persona acaba por no ser capaz de persuadir a nadie, ni siquiera cuando se refiera a esperanzas con base real. Por el contrario, hay que abstenerse de decir las cosas que uno mismo no sepa con seguridad, hijo mío; otros, diciéndolo, en alguna ocasión pueden obtener el mismo resultado, pero debe mantenerse acreditada al máximo la capacidad de exhortación de uno mismo para cuando se presenten los peligros más graves.
—Sí, por Zeus, exclamó Ciro, me parece que tienes razón, padre, y esta conducta me complace.
—Me parece que el arte de promover la obediencia de no es ajeno a mi experiencia, padre, pues tú en un primer momento me lo inculcaste desde pequeño, obligándome a obedecer, luego me entregaste a los maestros, quienes, a su vez, obraban del mismo modo, y, cuando estábamos en la clase de los efebos, nuestro jefe se ocupaba con firmeza de lo mismo; y también me parece que la mayor parte de nuestras leyes (…) Pues bien, cuando a menudo reflexiono sobre estos asuntos, me parece que, en todos los casos, lo que más incita a la obediencia es alabar y honrar al sujeto obediente, y deshonrar y castigar al desobediente.
—Claro, replicó Cambises, para hacerse obedecer a la fuerza, ése, hijo mío, es el camino; pero para algo mucho más importante que eso, para hacerse obedecer voluntariamente, hay otro camino más corto. En efecto, a quien los hombres estiman más diestro que ellos en lo tocante a sus propios intereses, a este lo obedecen sumamente gustosos. Y puedes reconocer que esto es así también en muchos otros casos, por ejemplo, en el de los enfermos, con cuánto interés llaman a quienes les van a mandar lo que han de hacer; en el mar, con cuánto interés la tripulación obedece a los pilotos, y con cuánta intensidad desean algunos no ser abandonados por aquellos a quienes consideran que conocen el camino mejor que ellos mismos. En cambio, cuando creen que por obedecer van a recibir algún mal, ni quieren ceder con castigos ni se dejan arrastrar por regalos, pues nadie recibe voluntariamente regalos para su propia desgracia.
—¿Quieres decir, padre, que para hacerse obedecer no hay medio más eficaz que parecer más diestro que sus subordinados?, preguntó Ciro.
—En efecto, dijo Cambises, eso digo.
—Y ¿cómo, padre, podría uno ofrecer rápidamente tal imagen de sí mismo?
—Hijo mío, contestó Cambises, para aparentar ser diestro en lo relativo a los asuntos que quieras, no hay camino más corto que llegar a ser diestro en ellos. Cuando los examines uno a uno comprenderás que te digo la verdad. En efecto, si tú, no siéndolo, quieres aparentar ser un buen campesino, un buen jinete, un buen médico, un buen flautista o cualquier otra cosa, imagínate cuántos ardides habrás de ingeniar para aparentarlo. Incluso, si convencieras a mucha gente para que te alabaran con vistas a adquirir fama, y te procuraras bellos equipos para cada uso de estos oficios, de momento engañarías, pero, poco después, cuando dieras en intentarlo, te revelarías además como un cumplido fanfarrón.
—Pero ¿cómo podría uno llegar a ser realmente diestro en algún oficio que le vaya a ser útil?
—Es evidente, hijo mío, contestó Cambises, que, en lo que respecta a cuantas materias se llegan a conocer después de aprenderlas, ello sólo es posible a base de aprendizaje.”
La educación y no la fuerza se convierte en la sor-prendente clave explicativa del éxito del rey en la Ciropedia. Todo el poder del imperio descansaba, según de Jenofonte, en el educado respeto del monarca por las leyes, en su dedicado interés por aprender las cosas que hacen al ser humano diestro y capaz y en su reflexiva mirada sobre el mundo. Los cimientos de su trono estaban hechos de saber, no de terror. Pero si la educación es presentada por Jenofonte como un rasgo deseable para el tirano, en el marco de la sociedad democrática ateniense ésta se revelaba como la condición misma de posibilidad de su modelo de gobierno. La política no debía ser, en verdad, la actividad más importante para los atenienses sino un desarrollo dependiente de algo anterior y mucho más relevante: la educación.
Los filósofos de Atenas supieron ver la relación entre ambas esferas, y comprendieron que sólo formando ciudadanos excelentes podían aspirar a disfrutar de sociedades estables y sistemas de gobierno cuyos ciudadanos no quisieran derrocar. Por ello el núcleo mismo de la refle-xión filosófica de los sofistas y Sócrates fue la educación.
¿Es posible enseñar a un ser humano a ser virtuoso? ¿En qué consiste la excelencia? ¿Qué valores deben ser inculcados en el proceso educativo? ¿Cuál debe ser el objetivo último de la enseñanza? ¿Qué tipo de ser humano debemos forjar por medio del aprendizaje? Estas preguntas colman todas las reflexiones de la filosofía de este momento. Desde las enseñanzas del viejo Protágoras hasta el discurso de Sócrates ante el tribunal que lo condenaría a muerte, la esencia filosófica del primer clasicismo puede reducirse a un esfuerzo por hallar la correcta educación del animal político.
A pesar del carácter profundamente idealizado del tirano, es fácil comprender por qué la Ciropedia fue retomada como fuente de inspiración siglos después. Este texto, en el que Jenofonte inmortalizó para la posteridad al gran conquistador persa como a un gobernante sabio, se transformó durante la Baja Edad Media y el Renacimiento en el modelo preferido por los teóricos políticos para la redacción de espejos de príncipes.
Los speculum principium fueron un importante género literario, nacido durante la Edad Media, cuya principal función era la de actuar como manual de instrucciones de gobierno para un joven príncipe y futuro rey. La mayor parte de sus relatos estaban inspirados en las hazañas de los grandes líderes políticos de la Antigüedad greco-romana.
Durante el periodo medieval los monarcas cristianos se consideraban directa e infaliblemente inspirados por Dios, de ahí que sus decisiones no necesitaran de gran justificación reflexiva. En cambio, con los graves problemas de credibilidad de la Iglesia católica durante el Renacimiento y su desmembramiento paulatino en diversas corrientes durante la Modernidad, comenzó a extenderse la idea -sobre todo entre las naciones protestantes- de que el monarca debía educarse para cumplir su papel. La imagen del déspota ilustrado comenzó a extenderse por Europa y, para su definición, la lectura de la Ciropedia de Jenofonte fue capital.
Inspirados por las reflexiones filosóficas del peri-odo clásico, los teóricos políticos del Renacimiento comenzaron a afirmar que la política no era un mero don divino concedido al rey por la gracia de Dios, sino más bien una técnica, como cualquier otra. Al igual que todo oficio y disciplina necesita de un largo periodo de formación para alcanzar la perfección y el dominio de sus habilidades, la política también parecía necesitar de aprendizaje y prá-ctica. El carisma y la sangre no eran ya suficientes para gobernar los nuevos Estados modernos ni para conducir la vida de sus ciudadanos hacia la prosperidad y la paz. Al igual que Ciro, el rey europeo debía empezar a esforzarse en el camino de la reflexión.
Este paso, si bien mantuvo intactos los sistemas autárquicos, exigió someter al análisis de la razón los deseos del rey y limitó la obligación de obediencia ciega del pueblo. Un tímido, pero importante, filtro basado en la educación se estableció entre la legitimidad divina del monarca y el impacto de sus decisiones.
La Ciropedia de Jenofonte fue tomada, en esta línea, como ejemplo por teóricos políticos tan relevantes como Erasmo de Rotterdam o Maquiavelo. En la imagen de Ciro ambos encontraron al monarca absoluto eficiente, racional, templado y sagaz. Así subraya Maquiavelo la importancia de la formación del príncipe:
“En cuanto al ejercicio de la mente, el príncipe debe estudiar la historia, examinar las acciones de los hombres ilustres, ver cómo se han conducido en la guerra, analizar el por qué de sus victorias y derrotas para evitar éstas y tratar de lograr aquéllas; y sobre todo hacer lo que han hecho en el pasado algunos hombres egregios que, tomando a los otros por modelos, tenían siempre presentes sus hechos más celebrados. Como se dice que Alejandro Magno hacía con Aquiles, César con Alejandro, Escipión con Ciro. Quien lea La vida de Ciro, escrita por Jenofonte, reconocerá en la vida de Escipión la gloria que le reportó el imitarlo, y cómo, en lo que se refiere a castidad, afabilidad, clemencia y liberalidad, Esci-pión se ciñó por completo a lo que Jenofonte escribió de Ciro. Esta es la conducta que debe observar un príncipe prudente: no permanecer inactivo nunca en los tiempos de paz, sino, por el contrario, hacer acopio de enseñanzas para valerse de ellas en la adversidad, a fin de que, si la fortuna cambia, lo halle preparado para resistirle.”
Erasmo, en cambio, sabiendo la importancia que tenía el estudio de los antiguos en la formación los nuevos monarcas, advierte de la lectura demasiado crédula de estos textos y recomienda prudencia:
“Pero no voy a decir que de la lectura de los histo-riadores no se saque como fruto principal la prudencia, sino que de ellos se puede obtener un enorme prejuicio si no se leen con crítica previa y seleccionando los pasajes. Cuida que no te sorban el seso los nombres de escritores y generales fa-mosos por el consenso de los siglos. Los dos historiadores griegos, Heródoto y Jenofonte, proponen las más de las veces un pésimo modelo de príncipe (…). Escribieron magníficamente muchas historias, y todas ellas, con gran erudición, pero no aprueban todo lo que cuentan y aprueban algunas cosas que un príncipe cristiano no debe hacer en modo alguno. Cuando oigas hablar de Aquiles, de Jerjes, de Ciro, de Darío, de Julio César no te dejes llevar por el prestigio de su glorioso nombre. Estás oyendo la historia de grandes y en-furecidos ladrones, como en algún pasaje los llama Séneca.”
A pesar de la crítica, Erasmo subraya como una gran virtud de la Ciropedia de Jenofonte su insistencia en la capital importancia de la educación del gobernante y, como novedad, de sus propios súbditos:
“Lo primero que debe advertir el príncipe llamado a gobernar es que la principal esperanza de un Estado se halla en la correcta educación de la infancia, cosa que enseñó prudentemente Jenofonte en su Ciropedia. Pues la edad infantil es seguidora de cualquier disciplina.
Por tanto, debe tenerse gran preocupación (…) en la educación (…) para que, bajo la dirección de los mejores y más incorruptos preceptores, se empapen al mismo tiempo del espíritu cristiano y de las disciplinas honestas y saluda-bles para el Estado. De este modo se conseguirá que sean innecesarias muchas leyes o castigos porque los ciudadanos seguirán por su propia convicción lo que es recto.
La educación tiene fuerza, según escribió Platón. Un hombre correctamente educado pasa de ser un animal a ser en cierto sentido divino. Y, al contrario, el educado torcida-mente, degenera en la bestia más salvaje y furibunda. Nada importe más al príncipe que tener ciudadanos excelentes.
Se pondrá sumo empeño en que se acostumbre desde un principio a lo mejor (a los ciudadanos), porque cualquier música resulta muy armoniosa a los acostumbrados a ella. No hay nada más difícil que arrancar a un hombre de aquellas costumbres que por su prolongado uso han pasado a ser parte de su naturaleza. Ninguna de estas cosas será excesivamente difícil si el príncipe en persona sigue lo que es más excelente.
Huele a tiranía tratar a la plebe del mismo modo que los domadores suelen tratar a una bestia feroz, para quienes la primera preocupación consiste en observar de qué modo se la puede amansar o irritar y, luego, según convenga, la irritan o halagan, como dijo Platón sabiamente. Abusa de sus ciudadanos quien no vela por ellos.”
Relativismo, educación y política fueron así los tres interrogantes de la reflexión clásica temprana algo que, para nuestra sorpresa, no parece distar demasiado de los debates y problemas contemporáneos.
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